lunes, 25 de agosto de 2008

El síndrome de Stendhal

Hotel Karamba, Zanzíbar

Bueno, he descuidado un poco el diario, pero aquí estoy de vuelta con muchas cosas que contar, porque hoy hemos estado en el paraíso. Pero vayamos por partes...

Al día siguiente de llegar, nos pegamos el madrugón y a las seis de la mañana estábamos en recepción para unirnos a Irina y Susana (dos chicas de madrid) y Marco (un chico italiano que viaja solo por todo el mundo, el tío), subirnos a un barco y dirigirnos a la Bahía de Menai, un área de conservación donde, con un poco de suerte se puede nadar o bucear con delfines. Bueno, nosotros no la tuvimos. La verdad es que fue un poco de bajón, porque nadar con delfines es uno de los sueños de mi vida, pero casi desde el principio ya me di cuenta de que no lo íbamos a conseguir. Kizimkazi, el pueblo donde estamos alojados, es el punto de partida de las embarcaciones que llevan a los turistas a Menai, pero como tienen que desplazarse desde otras zonas de la isla, no llegan hasta media mañana, por lo que cuando llegamos a la zona de avistamiento, “sólo” había 2 barcos más (luego llegó otro). En resumidas cuentas, que había pocos delfines y las embarcaciones los perseguían como locas, así que los pobres lo único que hacían era huir asustados. Me sentí mal por ellos y perdí toda la ilusión por nadar con ellos. Yo siempre me había imaginado nadar con un delfín como un momento tranquilo, en el que un animal tan inteligente y social sentía interés y curiosidad por mí y se acercaba libremente a ver de qué voy, nada que ver con aquello. Menos mal que nuestro capitán y nuestro guía se dieron cuenta de que no nos estaba gustando la persecución y nos ofrecieron, como alternativa, llevarnos a bucear a un arrecife que hay frente al hotel. ¡Eso sí que fue una maravilla! Era como estar en un documental de Cousteu... Pero me explayaré más dentro de un momento.

En la segunda planta de la Casa de las Maravillas, antiguo palacio de los sultanes, con los Jardines de Forodhani al fondo, que por desgracia estaban en obras.

Ayer, domingo, pasamos casi todo el día en Stone Town. Error. No niego que tiene un cierto encanto (pese a que está hecha polvo) y mucho interés arquitectónico, sobre todo con sus famosas puertas, pero es una trampa para turistas. Nuestro paseo por las callejuelas de la medina perdió todo su encanto (y acabó con mi paciencia) porque a cada paso había alguien tratando de venderte algo. Por ejemplo, había un montón de tiendecitas en las que me hubiera gustado entrar, pero siempre había un par de fulanos en la puerta que en cuento te acercabas ya te decían: “entra, entra, que entrar es gratis”. Yo será una tía peculiar, pero esas palabras producen en mí el efecto contrario. No os digo el efecto que producen en Moncho :-D

En fin, que pasamos calor (creo que fue el día de más calor) y nos llegamos a agobiar un poco, pero al menos hicimos las últimas compras que nos faltaban ;-)

Así de preciosas quedan las casas de Stone Town cuando están restauradas.

Y ahora vamos con lo que importa: la excursión de hoy. Salimos por la mañana en un dhow, los veleros típicos de Zanzíbar, famosos en el Índico porque se utilizaban en el comercio de especias y esclavos.

Otro dhow con el que nos cruzamos en nuestra travesía.

Nuestro destino: un banco de arena a algo más de una hora de travesía del hotel, donde comeremos una parrillada de marisco después de bucear (a pulmón) en el arrecife de coral. Como ya parece una costumbre en Zanzíbar, salimos con el cielo encapotado y gris, del mismo color que el mar, pero poco a poco irá saliendo el sol. La verdad es que la cosa nos vino de perlas, porque el sol zurra duro (estamos a 6º sur del Ecuador) y a la vuelta lo pagó nuestra espalda, pese a la protección 50 de farmacia... De camino al banco de arena nos paramos en un manglar, donde podemos ver una colonia de colobos rojos (una especie endémica de Zanzíbar y en grave peligro de extinción) saltando de rama en rama, aunque por desgracia no logré sacarles ninguna foto porque se mueven con una agilidad y una rapidez asombrosa.


Manglar lleno de colobos que no se pueden ver en la foto.

La belleza del agua de una transparencia y unos colores indescriptibles en la zona del arrecife, el contraste con la blancura de la arena del banco y del verde de la espesura que puebla los islotes rocosos te produce una euforia total, una sensación de bienestar y felicidad como pocos momentos de la vida. Esto queda demostrado por los gritos de alegría que pegaba Irina (que se nos unió en el último momento) cuando se lanzó al agua :D

Dejamos a uno de nuestros (dos) guías en el banco de arena en compañía de las aves marinas, sus únicos habitantes, para que fuese preparando la comida y montando un toldo bajo el que dar cuenta de ella y nos alejamos en el dhow, apenas 200 m para explorar el arrecife. La primera que salta del barco soy yo y cuando “amerizo” casi sufro un ataque de síndrome de Sthendal: me rodea un banco de cientos de pececillos violeta fosforescente, a mis pies hay un enorme pólipo morado del tamaño de una butaca y la vida bulle por todas partes en forma, de peces de todos los colores, tamaños y formas, persiguiéndose, alimentándose de las algas y el coral: peces loro, peces ángel, peces cirujano... Hemos visto almejas gigantes; corales duros y blandos de todos los colores; una estación de limpieza donde minúsculos pececillos limpian de parásitos a otros peces grandes que, en cualquier otro lugar se los comerían; peces payaso moviéndose libremente en su anémona, que ni se molestan en alejarse de ti entre la seguridad de los tentáculos urticantes; enormes pólipos, estrellas y pepinos de mar de colores intensos, ofiuras y toda una serie de animales que no conozco ni sé como se llaman. No os imagináis lo que lamenté haberle hecho caso a Moncho y no haber comprado una cámara sumergible de usar y tirar :’-(

Os dejo con unas fotos del banco de coral.





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