domingo, 17 de agosto de 2008

Un hotel de mil estrellas

Campamento Tumbili, PN de Serengeti

Abrí los ojos a las 5 de la mañana y a través de la mosquitera pude entrever que el cielo se había despejado y brillaban un montón de estrellas. Lo siguiente que pude percibir fue la lejana llamada de las hienas. El despertador estaba puesto para las 5.40, pero como nos habíamos acostado hacia las 9 ya no pude pegar ojo. Así que contuve las ganas de ir al baño [más que nada porque Festo nos había dicho que por las noches no es raro que las hienas y los leones curioseen por los campamentos y que es mejor no salir mientras no haya actividad por el camping] y me dediqué a escuchar los ruidos de la noche, sobre todo hienas y leones hasta que se despertó Moncho.


Amanecer desde la puerta de la tienda de campaña, aunque la foto no le hace justicia.

Tras un desayuno ligero de té, café, plátano y galletas, servido a las 6 para salir con el alba, empezamos el safari de la mañana con una visita al río, donde muchos animales se acercan a beber. De camino vimos los ya habituales herbívoros (gacelas de Thompson, alcéfalos, un pequeño grupo de búfalos...) y unas hienas de retirada tras una noche de caza.

El río se intuye mucho antes de llegar a verlo realmente, porque está bordeado de juncos, palmeras y árboles verdes, donde descansan cigüeñas, marabúes y otras aves acuáticas. También algún buitre a la espera de que el aire se caliente para volar aprovechando las columnas cálidas ascendentes. Enseguida descubrimos, a muy poca distancia entre los juncos de la orilla, a un hipopótamo solitario que volvía a entrar en el agua después de pasar la noche pastando las plantas más verdes y, en la otra orilla, entre las hierbas más altas, dos leonas jóvenes descansando.


Pues eso, el hipopótamo entrando en el río.

Emillian recorre los caminos de tierra despacio, poniendo mucha atención a la sabana para descubrir algún animal especialmente difícil de ver, escrutando con sus excelentes prismáticos los árboles, los kopjes y el horizonte. Quince años trabajando en los safaris le han entrenado la vista de modo que es capaz de seguir a pelo el guepardo que descubre a lo lejos, persiguiendo unas gacelas de Thompson y que nosotros apenas logramos seguir con los prismáticos (Moncho usa los nuestros, yo los de Emillian). El guepardo falla el golpe, pero nosotros lo observamos pacientes, para ver si lo vuelve a intentar. Tras un rato deambulando para gran disgusto de las gacelas, parece decidirse a descanso bajo un arbusto y cuando Emilliane arranca el coche y creemos que lo da por perdido, se sale del camino (cosa permitida si se hace con cuidado) y antes de darnos cuenta tenemos al guepardo a metro y medio del coche. O mejor dicho, a la gueparda, porque es una hembra preñada que ni se inmuta por nuestra presencia. Tiene cara de cansada y me da mucha pena que no haya podido cazar nada para ella y sus bebés.


Los guepardos se calientan mucho al cazar, así que un poquito de sombra no viene mal.

Nos vamos enseguida para no molestarla y cuando aún nos estamos reponiendo de la emoción, ya de vuelta en el camino, aparece por nuestra izquierda otra hembra que, tranquila y majestuosa, se va acercando al camino, lo cruza justo delante de nuestro coche y se aleja por la derecha, perdiéndose entre la hierba dorada de la sabana. A nuestro lado, dentro del jeep de Tom (amigo de Emillian) cuatro chicas italianas lloran de la emoción.


En la foto no lo parece, pero nos pasó al ladito, al ladito.

La mañana, que despertó gélida y nublada, va dando paso a un mediodía caluroso y despejado. Hace un rato que nos deshicimos de los forros polares y ya toca echarse crema para el sol y, sobre todo, volver al campamento para el “brunch” (comida temprana, porque no son ni las 12), porque con el calor del mediodía los animales se retiran a descansar y ya se sabe que allá donde fueres... Eso sí, de camino "a casa" nos sorprendió un relámpago verde: una nube de inseparables de Fisher que salieron volando a nuestro paso, para moverse a un árbol un poquito más alejado del camino.

[Crónica vespertina]
¿Qué se obtiene si se meten 50 hipopótamos y tres cocodrilos en una charca de 300 m2? Pues un cenagal asqueroso con la densidad de población del metro de Tokio, pero hay que señalar que todos sus moradores parecían estar disfrutando de lo lindo. Según Emillian (que cada día nos asombra más con sus conocimientos y su profesionalidad) el continuo meneo de rabo de los hipopótamos ayuda a oxigenar el agua, de manera que no se pudre. La verdad es que yo no me daría un bañito en ella, pero hay que admitir que olía como la décima parte de mal de lo que sería de esperar a juzgar por la cantidad de boñigo acumulados en la orilla.


Hacinamiento hipopotamil. Los cocodrilos están ahí, pero si ya costaba verlos al natural, no os cuento en la foto. No los veo ni yo y sé dónde están...

El norte del Serengeti, zona que hemos recorrido esta tarde, está densamente poblado de acacias y matorrales espinosos. Las acacias, las pobres, llevan una vida de lo peor, pues son acosadas por elefantes a porrillo que no dudan en tronzarlas, desgajarlas y desarraigarlas de cuajo empujando con la cabeza para ponerse tibios con los brotes tiernos de las ramas altas. Lo hemos visto, damos fe. Una de esas familias “arboricidas” nos ofreció el bonito espectáculo de un bebecito casi recién nacido intentando desenredarse la trompa, con la que aún no se daba mucha maña, con la pata delantera. Más adelante, junto a un riachuelo, vimos a otra cría que se había caído por un terraplén, intentando con ahínco trepar de nuevo a la parte alta, ante la mirada de su mamá y el regocijo del personal. Aclarar que lo consiguió enseguida y salió correteando con sus orejotas y su trompita al viento detrás de su familia.


Mamá elefanta con sus peques, que dan buena cuenta de la copa de la acacia que su madre acaba de desarraigar para ellos ante nuestros atónitos ojos.

Antes de poner proa al campamento para una noche memorable que relataré ahora mismo y de que Moncho avistase él solito un chacal (nuestro primer cánido) nos topamos por esos caminos de Dios una familia de mangostas cruzando la pista apresuradamente, las consabidas jirafas, gacelas de Thompson e impalas, bandadas de pintadas, unos cuantos ñus dejados atrás por la migración y algunos topis, alcéfalos, ambos antílopes de padre y muy señor mío.

Nuestra última noche en el Serengeti nos despide con una luna amarilla como un queso holandés, que pronto se esconde tras unos nubarrones que en cualquier otro lugar presagiarían tormenta. Después de la cena, la luz del quinqué (casi la única iluminación artificial de un campamento prácticamente desierto) acompaña los relatos de las aventuras más peligrosas de Emillian, que no solo es el mejor guía de Tanzania (empezamos a estar seguros) sino que además es un excelente cuentacuentos.
Pasan de las 21.30 y nos vamos a la cama con las palabras sobre leones devorando búfalos en medio de un campamento todavía resonando en la cabeza.

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