sábado, 16 de agosto de 2008

Primer día en el Serengeti

Campamento Tumbili, PN de Serengeti

La garganta de Olduvai es una mierda, sinceramente. Mucha cuna de la humanidad, mucha cuna de la humanidad pero tienen allí un museo como la cocina de mis padres, todo con huesos de plástico (algunos de los cuales ha chorizado algún listo) y cuatro carteles birriosos. Pero bueno, pasábamos por allí...

El museo es un churro, pero las vistas de la garganta son una pasada.

La carretera desde Ngorongoro hasta el Serengeti tampoco es para echar cohetes, más bien sería lo que en España definiríamos como una pista en obras llena de pelouros. Al menos hasta el el borde de la caldera de Ngorongoro está muy bien. El tramo final es una pista de tierra roja que serpentea por la ladera del antiguo volcán entre los enormes árboles selváticos que la cubren y matas de una planta llamada “café silvestre”. Al borde del camino crecen también plantas con flores violetas y amarillas que atraen a los pájaros y las mariposas.

En el punto más alto de la subida (2.200 m) hay un mirador desde el que se dominan los 20 km de diámetro de la caldera, lo que una vez fue el cráter de un volcán hoy extinto, más alto que el Kilimanjaro y cuya cumbre se derrumbó hace miles de años. En Ngorongoro se encuentra una de las mayores concentraciones de animales de África y sólo falta la jirafa, porque no tiene árboles altos de los que comer. Entre otras cosas, a la subida vimos nuestros primeros búfalos. Pero bueno, no me enrollo, que Ngorongoro lo visitaremos más adelante.

Fotomontaje de las vistas de la caldera de Ngorongoro desde el mirador.

Después de Olduvai (ya casi en el Serengeti) hicimos una penosa escala en una aldea masai, donde nos tangaron cien dolarazos por meternos en una choza y darnos cuatro salticos. En fin, todo sea porque es un dinero para la comunidad...

Salticos

Metidos en la choza

Al Parque del Serengeti se entra por una enorme planicie estéril y llena de rocas y hierbas resecas, donde apenas se ven algunas gacelas de Grant y de Thompson y cuatro avestruces medio perdidas. Vamos, como Albacete, pero a lo bestia y con algún bicho :-P
Sin embargo, a medida que se adentra uno en el parque, el paisaje va cambiando, transformándose en las inmensas extensiones de hierbas doradas, salpicadas de acacias parasol, entre las que pronto distinguimos nuestro primer pájaro secretario y una INMENSA águila MARCIAAAAAAAL (Ruíz Escribano, pa serviros).

Recorrer la inmensidad del Serengeti con medio cuerpo saliendo por el techo del Land Rover y la brisa en la cara, entre gacelas, jirafas y pájaros innumerables es una sensación que, desgraciadamente se escapa a mis capacidades descriptivas. La mítica silueta de los kopjes (afloraciones graníticas que dominan la sabana) se recorta contra el cielo y una casi puede ver un leopardo durmiendo la siesta tranquilamente, esperando que caiga la noche para salir de caza... y es que, efectivamente, HAY UN LEOPARDO DURMIENDO LA SIESTA. Si creéis que son bonitos al verlos en la tele, os cuento que la realidad supera con creces la mejor imagen de la BBC y la sensación de majestuosidad que transmite es impresionante.

Kopje sin leopardo ni nada, que estaba demasiado lejos para que mereciera la pena sacarle una foto.

Un grupo de unos 5 todoterrenos detenidos nos anuncia la presencia de una pequeña familia de leones, con su cachorrito y todo, durmiendo la comilona panza arriba, como un grupo de inofensivos gatitos de 200 kg. :-) El macho se toma la molestia de incorporarse un minutito para que admiremos su melena rojiza mientras su cría despierta a mamá para que le dé unos lametones, unos cariñitos y un poco de leche. Su hermana mayor, ya adolescente, se cela e intenta mamar también, aunque sin conseguirlo.

El sol empieza a ponerse y, como el crepúsculo aquí es rapidísimo, nos dirigimos al campamento por una pista que transcurre entre arbustos espinosos. El camping consiste en una explanada en la que se ha segado la hierba y despejado de árboles, donde se reúnen unas 20 tiendas bajo los árboles secos. Dos duchas, cuatro baños y un pequeño cobertizo de madera y paja que hace las veces de cocina constituye toda la huella humana del lugar. Exactamente lo que queríamos.

Nuestra tienda, al borde del campamento.

Los chicos nos montan la tienda bajo un árbol casi seco, muy al borde del campamento, hasta el punto de que mientras cenamos a la luz de un quinqué en la mesita que Festo (nuestro cocinero) nos ha montado a la puerta de la tienda, no tengo más que extender la mano para tocar las hierbas altas de la sabana. El australopitecus que llevamos dentro no puede evitar, entre bocado y bocado de espagueti, buscar con cierto recelo unos ojos amarillos dispuestos a abalanzarse. Y no sin razón, porque mientras Moncho se daba una ducha refrescante, tuve la suerte de ver pasar, a unos 5 m, un furtivo serval que salía en busca de su propia cena.

Tal cual lo vi yo, aunque la foto no es mía, porque no tenía la cámara a mano.

Y una vez cenados nosotros, después de contemplar embelesados la luna esconderse y aparecer entre las nubes, nos acostamos arrullados por los grillos, las chicharras, los pájaros y un grupo de francesas algo desmadradas que celebraban un cumpleaños.

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