viernes, 22 de agosto de 2008

La isla del paraíso

Hotel Karamba, Zanzibar

El avión comienza a descender y a mí me parece que el asiento está lleno de pinchos, porque me resulta imposible mantener el culo pegado a él, a la vista de las maravillas que se vislumbran por la ventana. Los juegos de azules imposibles, los manglares, los bancos de arena, las islitas cubiertas de espesura hasta el último metro cuadrado... Nos aproximamos a Zanzíbar y, pese a que Moshi nos despidió con una triste llovizna, luce un sol esplendoroso.


Islote inmortalizado por Moncho desde la ventanilla del avión de Precision Air.

El aeropuerto es pequeño, minúsculo. Hasta el punto que no hay cinta transportadora para las maletas, sino un par de fulanitos que las van colocando sobre un mostrador :-D Las nuestras, como no, salen las últimas, pero salen, que es lo que importa, así que prueba superada.

El archipiélago de Zanzíbar (que incluye las islas de Zanzíbar –Unguja en suahili– y Pemba) tiene unos 2.000.000 de habitantes y eso se nota ya desde el aire, al contemplar el mar de chabolas de techo de planchas metálicas que se arraciman alrededor de la capital de la isla. Sin embargo, a medida que avanzamos hacia el sur en la furgo de la agencia que nos ha venido a recoger el número de viviendas y personas al borde de la carretera comienza a decrecer y a pocos kilómetros de Kizimkazi (donde se encuentra nuestro hotel) ya no se ve nada más que vegetación. El trayecto de poco más de una hora que va de la ciudad de Zanzíbar a Kizimkazi te transporta, en realidad, a otro mundo: dejas atrás el bullicio de gente y gente, el ruido de los coches destartalados, el olor de los basureros que bordean la carretera y llegas a un pueblecito de pescadores al borde de una playa pequeña, de arena blanca, con los barquitos de los pescadores… y nada más. No hay chiringuitos, no hay discotecas, no hay bares. Sólo las cabañitas de techo de paja de los dos únicos hoteles del lugar.

El nuestro se llama Karamba, porque lo montaron Gemma, una chica de Sabadell que lleva 10 años en África y la conoce de cabo a rabo, y su marido Paul, un ugandés guapísimo y encantador, experto cocinero y conocedor del yoga y el ayurveda (no os perdáis sus masajes). El Karamba no es un lugar para turistas, es para viajeros. El que espere súper lujo, productos de baño importados en el aseo, piscina con bar, aire acondicionado, animación nocturna y camareros con corbata es mejor que elija entre los muchos hoteles de ese estilo que encontrará en otros lugares de la isla. En Kizimkazi y en el Karamba lo que hay es tranquilidad, buen rollo y un ambiente muy especial. No me interpretéis mal: no es un hotel de lujo, pero no le falta de nada y cada detalle está hecho con todo el cariño y todo el cuidado. Los camareros no llevan corbata, sino vaqueros y camiseta, pero son los más amables, sonrientes y eficaces que nos encontramos en Tanzania (país donde el personal de hostelería no se caracteriza por darse mucha vidilla en atender, precisamente). Nada más llegar, mágicamente la maleta que había en tu mano se transforma en un zumo de frutas recién hecho y mientras te sientas a disfrutarlo, uno de los chicos de recepción te explica todos los servicios que te ofrece el hotel, firmas el libro de registro y a tu cuarto.


El hotel desde el mar.

Los bungalows están como a 4 m del mar, escondidos entre unos jardines tropicales preciosos, llenos de flores y de aromas, de manera que desde el mar, apenas se percibe que el hotel está allí, escondido entre la vegetación. Sin embargo, desde las tumbonas del jardín y desde los porches de los bungalows se ve el mar perfectamente y se puede disfrutar de las puestas de sol más preciosas que hayáis visto en vuestra vida.


Moncho, en una de las tumbonas del jardín al atardecer.


Puesta de sol desde el porche de nuestro bungalow.


Foto sacada desde una de las tumbonas.

Nuestra habitación se llama Ngalawa, como los catamaranes de los pescadores y es la de lujo. Sobre la cama con dosel de mosquitera (hecha de madera de cocotero, según nos informan) han esparcido pétalos de buganvilla y la brisa que se cuela por las ventanas trae el olor del mar, que se oye un poco alejado porque la marea está baja, dejando al descubierto las colonias de corales blandos del borde del arrecife que hay frente al hotel. El ventilador de techo (que no necesitamos encender nunca), las vigas de madera negra que contrastan con la blancura del techo, la decoración hecha con conchas, trozos de coral, madera rústica, lino, esparto y colores cálidos en las telas y las paredes; el baño, que combina a la perfección un aire rústico y moderno y la ducha “al aire libre” (más bien sin techo, porque paredes tiene) que te permite disfrutar del sol de día y de las estrellas de noche te hacen sentir al mismo tiempo como en casa y como en una película.
sé que ya lo he dicho, pero en este hotel todo está hecho con amor y con mucho gusto. Las zonas comunes (bar, comedor, zona de juegos y televisión que nunca enciende nadie, por cierto) se distribuyen bajo una inmensa estructura de pilares madera sin paredes que soportan un altísimo tejado de paja. Las mesas, las sillas, las lámparas, hasta los manteles individuales... todo está hecho con materiales naturales y a mano conservando ese equilibrio entre naturaleza, encanto y comodidad. Es difícil describir la paz y el buen rollo que se siente disfrutando un delicioso pescado recién sacado del agua o un combinado de frutas mientras ves esto:


Vistas de la playa al atardecer, con marea baja, desde el bar del hotel.


Vistas desde nuestra mesa del comedor.

Después de cenar hemos estado charlando un rato con Gemma, que nos ha ayudado a organizar todas las excursiones que haremos en los cuatro días que nos quedan. Mañana iremos hasta la bahía de Menay a ver si logramos nadar con delfines. No quiero emocionarme mucho, porque es posible que no lo consigamos. En fin, ya contaré.

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