lunes, 25 de agosto de 2008

El síndrome de Stendhal

Hotel Karamba, Zanzíbar

Bueno, he descuidado un poco el diario, pero aquí estoy de vuelta con muchas cosas que contar, porque hoy hemos estado en el paraíso. Pero vayamos por partes...

Al día siguiente de llegar, nos pegamos el madrugón y a las seis de la mañana estábamos en recepción para unirnos a Irina y Susana (dos chicas de madrid) y Marco (un chico italiano que viaja solo por todo el mundo, el tío), subirnos a un barco y dirigirnos a la Bahía de Menai, un área de conservación donde, con un poco de suerte se puede nadar o bucear con delfines. Bueno, nosotros no la tuvimos. La verdad es que fue un poco de bajón, porque nadar con delfines es uno de los sueños de mi vida, pero casi desde el principio ya me di cuenta de que no lo íbamos a conseguir. Kizimkazi, el pueblo donde estamos alojados, es el punto de partida de las embarcaciones que llevan a los turistas a Menai, pero como tienen que desplazarse desde otras zonas de la isla, no llegan hasta media mañana, por lo que cuando llegamos a la zona de avistamiento, “sólo” había 2 barcos más (luego llegó otro). En resumidas cuentas, que había pocos delfines y las embarcaciones los perseguían como locas, así que los pobres lo único que hacían era huir asustados. Me sentí mal por ellos y perdí toda la ilusión por nadar con ellos. Yo siempre me había imaginado nadar con un delfín como un momento tranquilo, en el que un animal tan inteligente y social sentía interés y curiosidad por mí y se acercaba libremente a ver de qué voy, nada que ver con aquello. Menos mal que nuestro capitán y nuestro guía se dieron cuenta de que no nos estaba gustando la persecución y nos ofrecieron, como alternativa, llevarnos a bucear a un arrecife que hay frente al hotel. ¡Eso sí que fue una maravilla! Era como estar en un documental de Cousteu... Pero me explayaré más dentro de un momento.

En la segunda planta de la Casa de las Maravillas, antiguo palacio de los sultanes, con los Jardines de Forodhani al fondo, que por desgracia estaban en obras.

Ayer, domingo, pasamos casi todo el día en Stone Town. Error. No niego que tiene un cierto encanto (pese a que está hecha polvo) y mucho interés arquitectónico, sobre todo con sus famosas puertas, pero es una trampa para turistas. Nuestro paseo por las callejuelas de la medina perdió todo su encanto (y acabó con mi paciencia) porque a cada paso había alguien tratando de venderte algo. Por ejemplo, había un montón de tiendecitas en las que me hubiera gustado entrar, pero siempre había un par de fulanos en la puerta que en cuento te acercabas ya te decían: “entra, entra, que entrar es gratis”. Yo será una tía peculiar, pero esas palabras producen en mí el efecto contrario. No os digo el efecto que producen en Moncho :-D

En fin, que pasamos calor (creo que fue el día de más calor) y nos llegamos a agobiar un poco, pero al menos hicimos las últimas compras que nos faltaban ;-)

Así de preciosas quedan las casas de Stone Town cuando están restauradas.

Y ahora vamos con lo que importa: la excursión de hoy. Salimos por la mañana en un dhow, los veleros típicos de Zanzíbar, famosos en el Índico porque se utilizaban en el comercio de especias y esclavos.

Otro dhow con el que nos cruzamos en nuestra travesía.

Nuestro destino: un banco de arena a algo más de una hora de travesía del hotel, donde comeremos una parrillada de marisco después de bucear (a pulmón) en el arrecife de coral. Como ya parece una costumbre en Zanzíbar, salimos con el cielo encapotado y gris, del mismo color que el mar, pero poco a poco irá saliendo el sol. La verdad es que la cosa nos vino de perlas, porque el sol zurra duro (estamos a 6º sur del Ecuador) y a la vuelta lo pagó nuestra espalda, pese a la protección 50 de farmacia... De camino al banco de arena nos paramos en un manglar, donde podemos ver una colonia de colobos rojos (una especie endémica de Zanzíbar y en grave peligro de extinción) saltando de rama en rama, aunque por desgracia no logré sacarles ninguna foto porque se mueven con una agilidad y una rapidez asombrosa.


Manglar lleno de colobos que no se pueden ver en la foto.

La belleza del agua de una transparencia y unos colores indescriptibles en la zona del arrecife, el contraste con la blancura de la arena del banco y del verde de la espesura que puebla los islotes rocosos te produce una euforia total, una sensación de bienestar y felicidad como pocos momentos de la vida. Esto queda demostrado por los gritos de alegría que pegaba Irina (que se nos unió en el último momento) cuando se lanzó al agua :D

Dejamos a uno de nuestros (dos) guías en el banco de arena en compañía de las aves marinas, sus únicos habitantes, para que fuese preparando la comida y montando un toldo bajo el que dar cuenta de ella y nos alejamos en el dhow, apenas 200 m para explorar el arrecife. La primera que salta del barco soy yo y cuando “amerizo” casi sufro un ataque de síndrome de Sthendal: me rodea un banco de cientos de pececillos violeta fosforescente, a mis pies hay un enorme pólipo morado del tamaño de una butaca y la vida bulle por todas partes en forma, de peces de todos los colores, tamaños y formas, persiguiéndose, alimentándose de las algas y el coral: peces loro, peces ángel, peces cirujano... Hemos visto almejas gigantes; corales duros y blandos de todos los colores; una estación de limpieza donde minúsculos pececillos limpian de parásitos a otros peces grandes que, en cualquier otro lugar se los comerían; peces payaso moviéndose libremente en su anémona, que ni se molestan en alejarse de ti entre la seguridad de los tentáculos urticantes; enormes pólipos, estrellas y pepinos de mar de colores intensos, ofiuras y toda una serie de animales que no conozco ni sé como se llaman. No os imagináis lo que lamenté haberle hecho caso a Moncho y no haber comprado una cámara sumergible de usar y tirar :’-(

Os dejo con unas fotos del banco de coral.





viernes, 22 de agosto de 2008

La isla del paraíso

Hotel Karamba, Zanzibar

El avión comienza a descender y a mí me parece que el asiento está lleno de pinchos, porque me resulta imposible mantener el culo pegado a él, a la vista de las maravillas que se vislumbran por la ventana. Los juegos de azules imposibles, los manglares, los bancos de arena, las islitas cubiertas de espesura hasta el último metro cuadrado... Nos aproximamos a Zanzíbar y, pese a que Moshi nos despidió con una triste llovizna, luce un sol esplendoroso.


Islote inmortalizado por Moncho desde la ventanilla del avión de Precision Air.

El aeropuerto es pequeño, minúsculo. Hasta el punto que no hay cinta transportadora para las maletas, sino un par de fulanitos que las van colocando sobre un mostrador :-D Las nuestras, como no, salen las últimas, pero salen, que es lo que importa, así que prueba superada.

El archipiélago de Zanzíbar (que incluye las islas de Zanzíbar –Unguja en suahili– y Pemba) tiene unos 2.000.000 de habitantes y eso se nota ya desde el aire, al contemplar el mar de chabolas de techo de planchas metálicas que se arraciman alrededor de la capital de la isla. Sin embargo, a medida que avanzamos hacia el sur en la furgo de la agencia que nos ha venido a recoger el número de viviendas y personas al borde de la carretera comienza a decrecer y a pocos kilómetros de Kizimkazi (donde se encuentra nuestro hotel) ya no se ve nada más que vegetación. El trayecto de poco más de una hora que va de la ciudad de Zanzíbar a Kizimkazi te transporta, en realidad, a otro mundo: dejas atrás el bullicio de gente y gente, el ruido de los coches destartalados, el olor de los basureros que bordean la carretera y llegas a un pueblecito de pescadores al borde de una playa pequeña, de arena blanca, con los barquitos de los pescadores… y nada más. No hay chiringuitos, no hay discotecas, no hay bares. Sólo las cabañitas de techo de paja de los dos únicos hoteles del lugar.

El nuestro se llama Karamba, porque lo montaron Gemma, una chica de Sabadell que lleva 10 años en África y la conoce de cabo a rabo, y su marido Paul, un ugandés guapísimo y encantador, experto cocinero y conocedor del yoga y el ayurveda (no os perdáis sus masajes). El Karamba no es un lugar para turistas, es para viajeros. El que espere súper lujo, productos de baño importados en el aseo, piscina con bar, aire acondicionado, animación nocturna y camareros con corbata es mejor que elija entre los muchos hoteles de ese estilo que encontrará en otros lugares de la isla. En Kizimkazi y en el Karamba lo que hay es tranquilidad, buen rollo y un ambiente muy especial. No me interpretéis mal: no es un hotel de lujo, pero no le falta de nada y cada detalle está hecho con todo el cariño y todo el cuidado. Los camareros no llevan corbata, sino vaqueros y camiseta, pero son los más amables, sonrientes y eficaces que nos encontramos en Tanzania (país donde el personal de hostelería no se caracteriza por darse mucha vidilla en atender, precisamente). Nada más llegar, mágicamente la maleta que había en tu mano se transforma en un zumo de frutas recién hecho y mientras te sientas a disfrutarlo, uno de los chicos de recepción te explica todos los servicios que te ofrece el hotel, firmas el libro de registro y a tu cuarto.


El hotel desde el mar.

Los bungalows están como a 4 m del mar, escondidos entre unos jardines tropicales preciosos, llenos de flores y de aromas, de manera que desde el mar, apenas se percibe que el hotel está allí, escondido entre la vegetación. Sin embargo, desde las tumbonas del jardín y desde los porches de los bungalows se ve el mar perfectamente y se puede disfrutar de las puestas de sol más preciosas que hayáis visto en vuestra vida.


Moncho, en una de las tumbonas del jardín al atardecer.


Puesta de sol desde el porche de nuestro bungalow.


Foto sacada desde una de las tumbonas.

Nuestra habitación se llama Ngalawa, como los catamaranes de los pescadores y es la de lujo. Sobre la cama con dosel de mosquitera (hecha de madera de cocotero, según nos informan) han esparcido pétalos de buganvilla y la brisa que se cuela por las ventanas trae el olor del mar, que se oye un poco alejado porque la marea está baja, dejando al descubierto las colonias de corales blandos del borde del arrecife que hay frente al hotel. El ventilador de techo (que no necesitamos encender nunca), las vigas de madera negra que contrastan con la blancura del techo, la decoración hecha con conchas, trozos de coral, madera rústica, lino, esparto y colores cálidos en las telas y las paredes; el baño, que combina a la perfección un aire rústico y moderno y la ducha “al aire libre” (más bien sin techo, porque paredes tiene) que te permite disfrutar del sol de día y de las estrellas de noche te hacen sentir al mismo tiempo como en casa y como en una película.
sé que ya lo he dicho, pero en este hotel todo está hecho con amor y con mucho gusto. Las zonas comunes (bar, comedor, zona de juegos y televisión que nunca enciende nadie, por cierto) se distribuyen bajo una inmensa estructura de pilares madera sin paredes que soportan un altísimo tejado de paja. Las mesas, las sillas, las lámparas, hasta los manteles individuales... todo está hecho con materiales naturales y a mano conservando ese equilibrio entre naturaleza, encanto y comodidad. Es difícil describir la paz y el buen rollo que se siente disfrutando un delicioso pescado recién sacado del agua o un combinado de frutas mientras ves esto:


Vistas de la playa al atardecer, con marea baja, desde el bar del hotel.


Vistas desde nuestra mesa del comedor.

Después de cenar hemos estado charlando un rato con Gemma, que nos ha ayudado a organizar todas las excursiones que haremos en los cuatro días que nos quedan. Mañana iremos hasta la bahía de Menay a ver si logramos nadar con delfines. No quiero emocionarme mucho, porque es posible que no lo consigamos. En fin, ya contaré.

jueves, 21 de agosto de 2008

No pain, no glory

Hotel Impala, Moshi
2.770 m, justo por encima del cinturón de selva que adorna la falda del Kilimanjaro. Subir me ha dejado exhausta, permanecer allí, helada y bajar, dolorida. Tengo 7 ampollas para demostrarlo. Nunca había subido tan alto, pero no lo repetiría. Ducha caliente, cena y a cama.


Moncho simulando que a él no le cuesta subir ni nada.


Colobos blancos y negros, muy abundantes en la zona boscosa del Kili.

miércoles, 20 de agosto de 2008

La tierra de los gigantes

Hotel Impala, Moshi
Hoy se ha terminado la parte de safari del viaje y los dos estamos un poco (bastante) tristes por tener que marcharnos de esta hermosa tierra.


Tarangire, el elefante y el baobab.

Nuestro último parque, Tarangire, la tierra del elefante y el baobab, me ha enamorado con su encanto. La guía Lonely Planet de Tanzania (que, por cierto, se lo hemos regalado a Max) dice que Tarangire es un bonito parque normalmente olvidado en los circuitos del norte, pero que merece más atención y, en mi opinión todo es completamente cierto. Aunque se agradece una enormidad poder contemplar una manada de 30 elefantes desmochando acacias plácidamente mientras los bebés maman y juegan a pelearse, sin tener que compartir el momento con nadie más.

Grupo pequeño de elefantes. El más grande que vimos era de casi 40 (aunque alcanzan los 300 ejemplares) e incluía una cría tan pequeñita que apenas sobresalía entre la hierba.

El mejor momento para visitar Tarangire es la estación seca, cuando los elefantes y los rebaños de antílopes, gacelas y cebras acuden a disfrutar del agua que ofrecen el río y las numerosas charcas que conserva el parque. En el Serengeti, los herbívoros sincronizan sus partos en apenas una semana a finales de la estación lluviosa corta (a principios de febrero), cuando hay pasto verde para todos (y como estrategia de superviviencia, ya que los depredadores son literalmente incapaces de comerse tanta cría. Pero en Tarangire abunda el agua y, para mi deleite, la época de cría es más flexible. Así que gracias a eso hemos podido ver bebés impala de enormes ojos asustadizos y cebritas de aspecto algodonoso y patas largas y pequeños ñus mamando en medio de los grandes rebaños.

Ya sé que estaba hablando de bebés, pero os pongo una manada de ñus, porque no había puesto ninguna aún.

Pero como decía, Tarangire es la tierra del baobab y el elefante. No es fácil describir la presencia imponente de estos árboles milenarios (alcanzan los 3.000 años) que levantan sus ramas, desnudas en la estación seca, por encima de cualquier otra cosa en la sabana. Ellos han visto a los masai cazar y pastorear desde mucho antes de que el primer blanco pusiese el pie en esas tierras, han asistido a las guerras tribales y coloniales, han servido de guarida a los cazadores furtivos con sus troncos huecos y han sobrevivido al voraz apetito de los elefantes. Porque en Tarangire sólo se ven baobabs gigantes (todos ellos con la corteza arrancada a trompa y colmillo hasta una altura respetable): los pequeños mueren a manos de los elefantes antes de poder alcanzar la edad en que la fuerza del más grande de los animales terrestres es derrotada por la robustez del más grande de los árboles, los seres casi inmortales. Como dios, que según cuenta la leyenda africana, se enfadó tanto un día con el baobab que lo expulsó del cielo, arrojándolo a la tierra con tanta fuerza que el árbol cayó patas arriba y por eso sus ramas parecen raíces.


Enorme baobab (sólo hay que compararlo con el que tiene al lado, que no era manco) desgajado por su propio peso.

¿Qué más decir de Tarangire? Que está lleno de aves. Toda Tanzania lo está, pero su densidad aquí es abrumadora. Inseparables, loros, perdices, codornices, pintadas de varias clases, secretarios, buitres y rapaces (diurnas y nocturnas) de numerosas especies, calaos grandes y pequeños, zancudas y pajarillos desconocidos para nosotros, avestruces, turacos y tórtolas y palomas para todos los gustos. Y así hasta 550 especies.

Ya sé que estaba hablando de pájaros, pero no tengo fotos de ninguno, así que os pongo unas cebras bebiendo en el río Tarangire.

martes, 19 de agosto de 2008

El cráter de la vida

Campamento Simba, Cráter de Ngorongoro
Del cráter de Ngorongoro se sale por una pista de tierra empinada y tortuosa, una senda de elefantes ensanchada por los humanos, por la que los 4x4 trepan penosamente y dando tumbos. Pero si venís a Ngorongoro, no os dejéis amedrentar por los botes y los brincos y haced el camino de regreso asomados al techo del coche, porque es en ese momento cuando descubriréis la auténtica grandeza y hermosura del volcán derrumbado, rodeados de la increíble exhuberancia de la jungla que recubre sus laderas: enorme higueras, cactus candelabro altos como robles, liana sobre liana, enredadera sobre enredadera. Tantas plantas como se pueda imaginar. Y al fondo, cientos de metros a tus pies, el gran lago cáustico de Magadi, como un enorme espejo o un banco de niebla inmóvil; el pantano de Ngoitokitok, donde los elefantes grandes y ancianos van a pasar sus últimos días y a morir entre juncos y papiros; el bosque de Lerai, de árboles de la fiebre (un tipo de acacia), donde se esconden los esquivos leopardos y los cercopitecos ladrones de almuerzos; y la extensa pradera donde pastan miles de ñus, gacelas, cebras, búfalos, avestruces, avutardas y patrullan los facóqueros, chacales, leones, hienas y guepardos. Y rodeándolo todo, la acusada pendiente de la antigua ladera del volcán que se une a la planicie con una suave curva.

Algunos de los miles de animales que encontramos en Ngorongoro.

Hemos encontrado un gran macho de león alejando a 20 hienas y varios chacales de los restos de su presa, a una hembra de rinoceronte negro (sólo quedan 500 en el mundo) ramoneando en la sábana con su cría y un viejo e inmenso elefante camino del marjal donde, probablemente, pasará sus últimos días, pero nada de esto me pareció comparable al espectáculo de la visión del cráter desde la altura de la selva, como a través de los ojos de un dios.

lunes, 18 de agosto de 2008

Adios, Serengeti

Campamento Simba, Área de Conservación de Ngorongoro

El Serengeti es un lugar de esos que se te mete dentro y que nunca se olvida. Lo sé porque hoy nos hemos marchado de allí con el corazón encogido y las lágrimas contenidas. Cada noche uno se acuesta pensando que ha vivido un día insuperable y cada día el Serengeti te quita la razón, sorprendiéndote con un momento más intenso.

La luna brillaba aún en la penumbra gris de esa hora helada que precede al amanecer cuando salimos del campamento a eso de las seis. El avistamiento, con las primeras luces, de una pareja de leones jóvenes entre la hierba alta que intentaba sin éxito llevarse alguna gacela a la boca quedó completamente eclipsado por la presencia imponente de un gran macho de melena rojiza recostado sobre un kopje, en compañía de una hembra y dos cachorritos que apenas si andaban bien y que corrieron a refugiarse tras su madre cuando Emillian acercó el coche a dos metros escasos del patriarca. La intensidad de la mirada color miel de un león a metro y medio de distancia, aunque él esté mucho más interesado en sestear que en tu presencia y aunque se interponga entre vosotros la sólida estructura de un Land Cruiser te hace casi desear que el techo del coche no estuviese levantado y quizá, estar en Pernambuco o cualquier otro lugar. Excepto, claro, por el pequeño detalle de que preferirías no irte de allí nunca.

Los ojos del león

Justamente lo contrario deseé no mucho después, pero no para mí, sino para un grupo de energúmenos que se dedicó a amargarle la presa a un guepardo. Lo encontramos, rodeado de 4 o 5 vehículos, dando cuenta de una gacela de Thompson que acababa de matar, sin duda con gran esfuerzo. Los guepardos son grandes cazadores pero emplean mucha energía en cada intento y tienen que comer rápido, ya que no tienen armas ni fuerza para defender sus capturas de los leones, las hienas, los leopardos y todo bicho viviente que se apresura a birlárselas en cuanto surge la ocasión. Por eso comen con un ojo en la presa y otro en la sabana, levantando la cabeza y escrutando los alrededores por si las moscas (o mejor, por si los buitres, que anuncian desde los cielos que se ha abierto el bufé libre). En resumidas cuentas, que cuando un guepardo está comiendo, necesita paz y silencio, porque si se mosquea, abandona la presa y no vuelve más, aunque no haya comido la suficiente. Y nunca vuelve. Todo esto (o gran parte) nos lo contó, cómo no, Emillian, después de verse obligado a llamarles la atención a los del coche de al lado, en vista de que su guía pasaba de cortar el cachondeo que se traían. Por si fuera poco, cuando el guepardo ya no las tenía todas consigo, llegó una especie de camión atiborrado de turistas, a cuál más ruidoso, que no se quedaron contentos hasta que alejaron al guepardo de allí con sus continuos comentarios en voz alta. Al verlo perderse en la sabana no pude evitar que se me escaparan las lágrimas de rabia al ver la gacela apenas consumida tirada junto al camino y de vergüenza, porque los del camión de ganado eran españoles.


Guepardo comiendo tan pancho


Guepardo que comienza a mosquearse


Guepardo comiendo a disgusto


Guepardo a punto de pirarse



Video del guepardo comiendo

[Crónica de la tarde]
El nudo en la garganta que se nos puso al dejar atrás el campamento, quien sabe si para siempre, se nos soltó cuando, ya a punto de salir del parque, tras rodear una roca en la que dormitaba una pareja de leones y vadear un riachuelo, nos encontramos, arrumacándose entre los juntos y el verdor de la orilla, a una pareja en celo. Un macho solitario de elefante se acercó a beber al arroyo mientras al fondo un grupo de topis y alcéfalos pastaba tranquilo porque los leones pasan una semana sin comer cuando se aparean. Me gustaría poder describir la belleza del momento, rodeados de aquel estallido de verdor y vida en medio de los páramos más inmensos y agostados que se pueda imaginar, con las aves acuáticas sobrevolando la escena, pero por desgracia sólo soy un ser humano. Disfrutar de ese momento en completa soledad fue la mejor despedida que nos pudo brindar el Serengeti.

Love is in the air, everywhere I look around :-P

Nos vamos, pero nos llevamos en la retina al elefante solitario ahuyentando a los leones con una carga, al bebé jirafa jugando torpemente con su madre antes de mamar, a dos jóvenes impalas practicando la lucha, al macho de avestruz ventilando su nidada con las alas, al pequeño damán de las rocas estirando su patita para alcanzar una hoja verde y el impresionante disco cárdeno del sol africano saliendo tras las acacias. No sabemos cómo ni cuando, pero volveremos.

domingo, 17 de agosto de 2008

Un hotel de mil estrellas

Campamento Tumbili, PN de Serengeti

Abrí los ojos a las 5 de la mañana y a través de la mosquitera pude entrever que el cielo se había despejado y brillaban un montón de estrellas. Lo siguiente que pude percibir fue la lejana llamada de las hienas. El despertador estaba puesto para las 5.40, pero como nos habíamos acostado hacia las 9 ya no pude pegar ojo. Así que contuve las ganas de ir al baño [más que nada porque Festo nos había dicho que por las noches no es raro que las hienas y los leones curioseen por los campamentos y que es mejor no salir mientras no haya actividad por el camping] y me dediqué a escuchar los ruidos de la noche, sobre todo hienas y leones hasta que se despertó Moncho.


Amanecer desde la puerta de la tienda de campaña, aunque la foto no le hace justicia.

Tras un desayuno ligero de té, café, plátano y galletas, servido a las 6 para salir con el alba, empezamos el safari de la mañana con una visita al río, donde muchos animales se acercan a beber. De camino vimos los ya habituales herbívoros (gacelas de Thompson, alcéfalos, un pequeño grupo de búfalos...) y unas hienas de retirada tras una noche de caza.

El río se intuye mucho antes de llegar a verlo realmente, porque está bordeado de juncos, palmeras y árboles verdes, donde descansan cigüeñas, marabúes y otras aves acuáticas. También algún buitre a la espera de que el aire se caliente para volar aprovechando las columnas cálidas ascendentes. Enseguida descubrimos, a muy poca distancia entre los juncos de la orilla, a un hipopótamo solitario que volvía a entrar en el agua después de pasar la noche pastando las plantas más verdes y, en la otra orilla, entre las hierbas más altas, dos leonas jóvenes descansando.


Pues eso, el hipopótamo entrando en el río.

Emillian recorre los caminos de tierra despacio, poniendo mucha atención a la sabana para descubrir algún animal especialmente difícil de ver, escrutando con sus excelentes prismáticos los árboles, los kopjes y el horizonte. Quince años trabajando en los safaris le han entrenado la vista de modo que es capaz de seguir a pelo el guepardo que descubre a lo lejos, persiguiendo unas gacelas de Thompson y que nosotros apenas logramos seguir con los prismáticos (Moncho usa los nuestros, yo los de Emillian). El guepardo falla el golpe, pero nosotros lo observamos pacientes, para ver si lo vuelve a intentar. Tras un rato deambulando para gran disgusto de las gacelas, parece decidirse a descanso bajo un arbusto y cuando Emilliane arranca el coche y creemos que lo da por perdido, se sale del camino (cosa permitida si se hace con cuidado) y antes de darnos cuenta tenemos al guepardo a metro y medio del coche. O mejor dicho, a la gueparda, porque es una hembra preñada que ni se inmuta por nuestra presencia. Tiene cara de cansada y me da mucha pena que no haya podido cazar nada para ella y sus bebés.


Los guepardos se calientan mucho al cazar, así que un poquito de sombra no viene mal.

Nos vamos enseguida para no molestarla y cuando aún nos estamos reponiendo de la emoción, ya de vuelta en el camino, aparece por nuestra izquierda otra hembra que, tranquila y majestuosa, se va acercando al camino, lo cruza justo delante de nuestro coche y se aleja por la derecha, perdiéndose entre la hierba dorada de la sabana. A nuestro lado, dentro del jeep de Tom (amigo de Emillian) cuatro chicas italianas lloran de la emoción.


En la foto no lo parece, pero nos pasó al ladito, al ladito.

La mañana, que despertó gélida y nublada, va dando paso a un mediodía caluroso y despejado. Hace un rato que nos deshicimos de los forros polares y ya toca echarse crema para el sol y, sobre todo, volver al campamento para el “brunch” (comida temprana, porque no son ni las 12), porque con el calor del mediodía los animales se retiran a descansar y ya se sabe que allá donde fueres... Eso sí, de camino "a casa" nos sorprendió un relámpago verde: una nube de inseparables de Fisher que salieron volando a nuestro paso, para moverse a un árbol un poquito más alejado del camino.

[Crónica vespertina]
¿Qué se obtiene si se meten 50 hipopótamos y tres cocodrilos en una charca de 300 m2? Pues un cenagal asqueroso con la densidad de población del metro de Tokio, pero hay que señalar que todos sus moradores parecían estar disfrutando de lo lindo. Según Emillian (que cada día nos asombra más con sus conocimientos y su profesionalidad) el continuo meneo de rabo de los hipopótamos ayuda a oxigenar el agua, de manera que no se pudre. La verdad es que yo no me daría un bañito en ella, pero hay que admitir que olía como la décima parte de mal de lo que sería de esperar a juzgar por la cantidad de boñigo acumulados en la orilla.


Hacinamiento hipopotamil. Los cocodrilos están ahí, pero si ya costaba verlos al natural, no os cuento en la foto. No los veo ni yo y sé dónde están...

El norte del Serengeti, zona que hemos recorrido esta tarde, está densamente poblado de acacias y matorrales espinosos. Las acacias, las pobres, llevan una vida de lo peor, pues son acosadas por elefantes a porrillo que no dudan en tronzarlas, desgajarlas y desarraigarlas de cuajo empujando con la cabeza para ponerse tibios con los brotes tiernos de las ramas altas. Lo hemos visto, damos fe. Una de esas familias “arboricidas” nos ofreció el bonito espectáculo de un bebecito casi recién nacido intentando desenredarse la trompa, con la que aún no se daba mucha maña, con la pata delantera. Más adelante, junto a un riachuelo, vimos a otra cría que se había caído por un terraplén, intentando con ahínco trepar de nuevo a la parte alta, ante la mirada de su mamá y el regocijo del personal. Aclarar que lo consiguió enseguida y salió correteando con sus orejotas y su trompita al viento detrás de su familia.


Mamá elefanta con sus peques, que dan buena cuenta de la copa de la acacia que su madre acaba de desarraigar para ellos ante nuestros atónitos ojos.

Antes de poner proa al campamento para una noche memorable que relataré ahora mismo y de que Moncho avistase él solito un chacal (nuestro primer cánido) nos topamos por esos caminos de Dios una familia de mangostas cruzando la pista apresuradamente, las consabidas jirafas, gacelas de Thompson e impalas, bandadas de pintadas, unos cuantos ñus dejados atrás por la migración y algunos topis, alcéfalos, ambos antílopes de padre y muy señor mío.

Nuestra última noche en el Serengeti nos despide con una luna amarilla como un queso holandés, que pronto se esconde tras unos nubarrones que en cualquier otro lugar presagiarían tormenta. Después de la cena, la luz del quinqué (casi la única iluminación artificial de un campamento prácticamente desierto) acompaña los relatos de las aventuras más peligrosas de Emillian, que no solo es el mejor guía de Tanzania (empezamos a estar seguros) sino que además es un excelente cuentacuentos.
Pasan de las 21.30 y nos vamos a la cama con las palabras sobre leones devorando búfalos en medio de un campamento todavía resonando en la cabeza.

sábado, 16 de agosto de 2008

Primer día en el Serengeti

Campamento Tumbili, PN de Serengeti

La garganta de Olduvai es una mierda, sinceramente. Mucha cuna de la humanidad, mucha cuna de la humanidad pero tienen allí un museo como la cocina de mis padres, todo con huesos de plástico (algunos de los cuales ha chorizado algún listo) y cuatro carteles birriosos. Pero bueno, pasábamos por allí...

El museo es un churro, pero las vistas de la garganta son una pasada.

La carretera desde Ngorongoro hasta el Serengeti tampoco es para echar cohetes, más bien sería lo que en España definiríamos como una pista en obras llena de pelouros. Al menos hasta el el borde de la caldera de Ngorongoro está muy bien. El tramo final es una pista de tierra roja que serpentea por la ladera del antiguo volcán entre los enormes árboles selváticos que la cubren y matas de una planta llamada “café silvestre”. Al borde del camino crecen también plantas con flores violetas y amarillas que atraen a los pájaros y las mariposas.

En el punto más alto de la subida (2.200 m) hay un mirador desde el que se dominan los 20 km de diámetro de la caldera, lo que una vez fue el cráter de un volcán hoy extinto, más alto que el Kilimanjaro y cuya cumbre se derrumbó hace miles de años. En Ngorongoro se encuentra una de las mayores concentraciones de animales de África y sólo falta la jirafa, porque no tiene árboles altos de los que comer. Entre otras cosas, a la subida vimos nuestros primeros búfalos. Pero bueno, no me enrollo, que Ngorongoro lo visitaremos más adelante.

Fotomontaje de las vistas de la caldera de Ngorongoro desde el mirador.

Después de Olduvai (ya casi en el Serengeti) hicimos una penosa escala en una aldea masai, donde nos tangaron cien dolarazos por meternos en una choza y darnos cuatro salticos. En fin, todo sea porque es un dinero para la comunidad...

Salticos

Metidos en la choza

Al Parque del Serengeti se entra por una enorme planicie estéril y llena de rocas y hierbas resecas, donde apenas se ven algunas gacelas de Grant y de Thompson y cuatro avestruces medio perdidas. Vamos, como Albacete, pero a lo bestia y con algún bicho :-P
Sin embargo, a medida que se adentra uno en el parque, el paisaje va cambiando, transformándose en las inmensas extensiones de hierbas doradas, salpicadas de acacias parasol, entre las que pronto distinguimos nuestro primer pájaro secretario y una INMENSA águila MARCIAAAAAAAL (Ruíz Escribano, pa serviros).

Recorrer la inmensidad del Serengeti con medio cuerpo saliendo por el techo del Land Rover y la brisa en la cara, entre gacelas, jirafas y pájaros innumerables es una sensación que, desgraciadamente se escapa a mis capacidades descriptivas. La mítica silueta de los kopjes (afloraciones graníticas que dominan la sabana) se recorta contra el cielo y una casi puede ver un leopardo durmiendo la siesta tranquilamente, esperando que caiga la noche para salir de caza... y es que, efectivamente, HAY UN LEOPARDO DURMIENDO LA SIESTA. Si creéis que son bonitos al verlos en la tele, os cuento que la realidad supera con creces la mejor imagen de la BBC y la sensación de majestuosidad que transmite es impresionante.

Kopje sin leopardo ni nada, que estaba demasiado lejos para que mereciera la pena sacarle una foto.

Un grupo de unos 5 todoterrenos detenidos nos anuncia la presencia de una pequeña familia de leones, con su cachorrito y todo, durmiendo la comilona panza arriba, como un grupo de inofensivos gatitos de 200 kg. :-) El macho se toma la molestia de incorporarse un minutito para que admiremos su melena rojiza mientras su cría despierta a mamá para que le dé unos lametones, unos cariñitos y un poco de leche. Su hermana mayor, ya adolescente, se cela e intenta mamar también, aunque sin conseguirlo.

El sol empieza a ponerse y, como el crepúsculo aquí es rapidísimo, nos dirigimos al campamento por una pista que transcurre entre arbustos espinosos. El camping consiste en una explanada en la que se ha segado la hierba y despejado de árboles, donde se reúnen unas 20 tiendas bajo los árboles secos. Dos duchas, cuatro baños y un pequeño cobertizo de madera y paja que hace las veces de cocina constituye toda la huella humana del lugar. Exactamente lo que queríamos.

Nuestra tienda, al borde del campamento.

Los chicos nos montan la tienda bajo un árbol casi seco, muy al borde del campamento, hasta el punto de que mientras cenamos a la luz de un quinqué en la mesita que Festo (nuestro cocinero) nos ha montado a la puerta de la tienda, no tengo más que extender la mano para tocar las hierbas altas de la sabana. El australopitecus que llevamos dentro no puede evitar, entre bocado y bocado de espagueti, buscar con cierto recelo unos ojos amarillos dispuestos a abalanzarse. Y no sin razón, porque mientras Moncho se daba una ducha refrescante, tuve la suerte de ver pasar, a unos 5 m, un furtivo serval que salía en busca de su propia cena.

Tal cual lo vi yo, aunque la foto no es mía, porque no tenía la cámara a mano.

Y una vez cenados nosotros, después de contemplar embelesados la luna esconderse y aparecer entre las nubes, nos acostamos arrullados por los grillos, las chicharras, los pájaros y un grupo de francesas algo desmadradas que celebraban un cumpleaños.

viernes, 15 de agosto de 2008

Leonas funambilustas

Campamento Twiga, PN del Lago Manyara

Además de los bosques que bordean parte del lago, el PN de Manyara tiene una zona de pradera rala (bien recortadita por ñus, cebras y otros herbívoros) y otra de sabana, todo ello al pie de la escarpadura del Valle del Rift.


Mamá elefanta con su bebé

El día de hoy tuvo un grandioso comienzo matutino (que eclipsó la visión de una mamá elefanta con su bebecito que se nos aparecieron apenas entramos al parque) con la visita a la charca de los hipopótamos: un estanque donde cientos de cigüeñas de pico amarillo, (distintas a las nuestras), marabúes, gansos egipcios, algunos cormoranes e ibis de varias clases comparten su espacio con un par de docenas de hipopótamos (monísimos bebés incluidos) y con las cebras y ñus que se acercan a beber. La explosión de vida es tal que realmente no se sabe a donde mirar. Además, tuvimos la suerte de llegar cuando no había un alma y Emillian nos llevó (a pie, porque se podía bajar del coche) casi hasta la misma orilla, más allá de la barrera, saltándose un poquillo las normas, aprovechando la ausencia de testigos. Lamenté profundamente no tener teleobjetivo.


La charca de los hipopótamos, aunque la foto no le hace justicia ni de broma.

Desgraciadamente, aquello empezó a llenarse de peña pronto, así que ahuecamos a recorrer los caminos hasta la hora de comer. Además de los animales que ya habíamos visto (¡que enseguida se acostumbra uno!) pudimos contemplar una mamá facóquero hozando en el barro con su cría, un grupo de dos machos y tres hembras de avestruz, enormes bandadas de cálaos de varias clases, un par de pájaros preciosos cuyo nombre no recuerdo y un enorme buho en una ladera... que resultó ser un babuíno :-D


La señora de Pumba y su hijo.

La comida (de pic-nic) la hicimos bajo una enorme acacia en un mirador que domina todo el lago (vistas impresionantes) y al que van abundantes pájaros de alas verdeazul tornasolado y pecho color teja, que se llaman algo parecido a “Stalin”. Mañana averiguaré su nombre :-)


El nombre es “superb starling”, “estornino soberbio" en español.

El merendero, coronado por un inmenso baobab, está en un sitio verdaderamente espectacular que tiene, en mi opinión, un único defecto: está lleno de gente, como era de esperar.


Iba a deciros que a ver quién encuentra los elefantes, pero no los iba a encontrar nadie, así que os los he marcado.

La guinda del paste la pusieron las estrellas del parque: dos leonas trepadoras de Manyara, que tuvimos la suerte de ver, o mejor dicho, intuir, entre las lianas que cubrían las ramas del árbol en el que se estaban echando la siesta tan ricamente, sin duda con el buche bien lleno de rico ñu o similar. ¡Y sólo las tuvimos que compartir con otros 10 Land Rovers, aproximadamente! Es lo que tiene que los conductores se avisen por radio de los “grandes avistamientos”

Mañana por la mañana partimos hacia el Serengeti, vía Garganta de Olduvai, la cuna de la Humanidad, donde hace algo más de un par de millones de años los primeros australopitecus empezaron a soñar con ser humanos.

jueves, 14 de agosto de 2008

Bienvenidos a Manyara

Campamento Twiga, PN del Lago Manyara

Terminado nuestro primer día de safari, nos tomamos un descanso tras la cena para disfrutar de la noche africana y del sonido acompasado de los (muchos y muy distintos) grillos.

Max y Emillian, nuestros guías, son muy riquiños y atentos y el cocinero (Festo) es un artista. Nos ha prometido que nos preparará comida tanzana.

Pero bueno, vamos a lo que importa: el safari. Hay tanto que decir que no sé muy bien por dónde empezar. Salimos de Arusha con un día más bien gris y feo, pero a medida que nos íbamos acercando al parque se fue abriendo y al llegar a la entrada lucía un sol espléndido, aunque no abrasador. Antes de hacer la primera “caza fotográfica” fuimos a dejar nuestras cosas al campamento Twiga (jirafa, en suahili), que está muy limpio y ordenado, tiene muy buen ambiente y hasta piscina (que probablemente catemos mañana).


La reciente parejita sonríe feliz a la entrada del parque :-P

Nada más entrar al parque, Emillian nos descubrió entre los árboles un joven elefante macho que se estaba dando una merendola, tan pancho, totalmente ajeno a nosotros y a nuestro jeep. La tarde transcurrió recorriendo los caminos de tierra roja del parque, bajo la sombra de enormes árboles, muchos de ellos con esas raíces aéreas que tanto me gustan, como contrafuertes románicos, otros cubiertos de lianas, líquenes o nidos de tejedores: baobabs, caobas, tamarindos y las emblemáticas acacias de copa achaparrada y ramas espinosas.


En la foto no hay referencias, pero creedme, este baobab es inmenso, inmenso, inmenso.

Entre los bosquecillos de arbustos, por los que revolotean cientos de mariposas de todos los colores y tamaños, serpentean un montón de riachuelos de aguas cristalinas, que bajan del Ngorongoro a través de la roca volcánica. Y por supuesto, entre los arbustos y bajo los árboles (o en el medio y medio del camino) pululan los animales, que apenas se inmutan (si es que se inmutan) al paso de los 4x4: elefantes, jirafas, dik-diks, impalas, damanes de las rocas, cebras, ñus, mangostas de cola anillada, cercopitecos verdes y azules y auténticas tribus de babuinos despiojándose a sus anchas al borde del camino.


Impalas en el lecho seco de un río

Eso por no mencionar las aves: cálaros, marabúes, pelícanos, cigüeñas, rapaces, martines pescadores, tejedores y los cientos de miles de flamencos que pueblan el lago, tiñendo de rosa las orillas.

Hoy hemos ido, infructuosamente, a la caza del león de Manyara, que trapa a los árboles para descansar, como los leopardos. No tenemos grandes esperanzas de verlo, pero mañana quizá tengamos más suerte…