Lo sé, me estoy volviendo un poco vaga con las crónicas, pero es que con el grupo no me queda demasiado tiempo libre. No hay noche que me acueste antes de las 12 o la 1 y a las 7 me suena el despertador. Intento escribir la crónica por las mañanas, pero no siempre tengo tiempo, porque hay que planificar las actividades del día. Por ejemplo, hoy tenemos uno movidito: por la mañana, visita a dos suburbios y por la tarde, cine, otro suburbio y cena en casa de Ambalavanan y Manimekalai. O sea, que volveré a acostarme a las tantas.
Ayer fue el primer día que no hubo súper debate después de cenar: el día en Madurai los dejó a todos KO. Cuando, a las 9 de la mañana (aunque estaba previsto salir a las 8.30), salimos de casa, nos sorprendió ver la furgo “lujosa” que nos había traído de Chennai. Bueno, una parecida, porque esta incorporaba incluso el súper lujo de miniventiladores en el techo, a modo de aire acondicionado. El camino de ida fue amenizado por la película tamil Anniyan, de argumento difícil de explicar, pero que se resume en la historia de un abogado de casta brahmán (la más alta) que, por la frustración que le produce su carácter tipo suizo o alemán en un país tan caótico y poco amigo de seguir las reglas como la India, desarrolla una triple personalidad: la suya, la de un chuleta piscina (para poder ligarse a su vecina, de la que lleva 8 años enamorado en silencio) y la de un implacable justiciero en plan Punisher, que se carga a todo el que se encuentra abusando de su prójimo. No os creáis, que la peli tiene su miga filosófico-política… y unos bailoteos que no son de despreciar.
Al bajarnos del bus en Madurai, bajo el abrasador sol de la una de la tarde, nos dimos cuenta de que, en realidad, en Tiruchy no hace tanto calor. Y encima, en el templo no sólo nos obligaron a quitarnos las sandalias (cosa que ocurre en todos), sino que no nos permitieron ponernos calcetines, así que os podéis imaginar el cachondeo generalizado entre el personal al ver 10 guiris en hilera corriendo a saltitos para no quemarse los pies por las ardientes losas del templo. Por suerte, enseguida descubrimos que el templo cerraba de 2 a 4, por lo que decidimos marcharnos a comer algo y volver un poco más tarde.
Mi estómago todavía no se había enterado de que ya me encontraba bien y se negó a ingerir alimento alguno, cosa que ocasionó gran pesar al personal del restaurante y no hubo manera de hacerles comprender que el problema no era con su comida, sino con mi sistema digestivo. Se sintieron un poco más aliviados cuando les dejé que me trajeran un zumo de mango, que bebí con deleite.
Mientras esperábamos que abriese el templo grande, aprovechamos para visitar otro, muy pequeño, pero famoso por unas aguas milagrosas. Nos alejamos de Madurai hacia el sur y enseguida comenzamos a ver campos de arroz, la vegetación empezó a hacerse más espesa y el terreno a empinarse. Después de viajar a través de los cientos de kilómetros de la interminable llanura que se extiende entre Chennai y Madurai (unos 500), apreciamos algo de curvas y cuestas arriba. Al acercarnos al templo nos fuimos metiendo en lo más parecido a una romería que me puedo imaginar en este país: cientos (¿miles?) de personas de todas las edades, en grupos, en familia o solas, descansando o comiendo a la sombra de un árbol, comprando recuerdos u ofrendas en los numerosísimos puestos y, sobre todo, moviéndose poco a poco hacia la cima de la montaña, donde se encuentra el templo y la fuente milagrosa. Mientras la furgoneta se abría paso entre la multitud, fuimos descubriendo en los árboles nidos de colibríes, mariposas del tamaño de la mano de un niño y, sobre todo, innumerables monos que jugaban y se peleaban añadiendo unos cuantos decibelios al estruendo general que reina en la India noche y día. El templo no era nada del otro jueves, pero valió la pena la visita sólo por ver el paisaje y los peregrinos, a los que, por cierto, les resultaba muy gracioso verme vestida de sari y de los que recibí numerosos piropos que Bobby amablemente me tradujo.
De vuelta en el gran templo de Meenakshi, a las 4.30 de la tarde, comprobamos con deleite que el suelo ya no ardía tanto (tened en cuenta que aquí a las 6.30 ya es de noche) y recorrimos sus salas y sus patios con más tranquilidad. No tuvimos tiempo de verlo todo, porque Marcos y Tito se marchaban a Kanjakumari, la ciudad más austral de la India, y tenían que coger el bus, pero sí nos dio tiempo de entrar en la sala de las 2.000 columnas, en los templetes de Nandi, de Shiva y de otros dioses que no reconocí (y que quizá no conozco) y en el estanque del loto de oro, donde el loto en cuestión es del tamaño de un coche y es de oro de verdad, no lo dicen por decir.
Otra vez están a punto de traernos el desayuno, así que no os voy a contar la peli que vimos en el camino de vuelta, pero era una interesante mezcla entre Seven y Harry el sucio, con algunos toques progresistas (como que el protagonista se enamora de una divorciada con una hija y todo) que no había visto antes en el cine tamil.
Nos quedan dos días en Tiruchy, el miércoles salimos hacia Karaikal.
Ayer fue el primer día que no hubo súper debate después de cenar: el día en Madurai los dejó a todos KO. Cuando, a las 9 de la mañana (aunque estaba previsto salir a las 8.30), salimos de casa, nos sorprendió ver la furgo “lujosa” que nos había traído de Chennai. Bueno, una parecida, porque esta incorporaba incluso el súper lujo de miniventiladores en el techo, a modo de aire acondicionado. El camino de ida fue amenizado por la película tamil Anniyan, de argumento difícil de explicar, pero que se resume en la historia de un abogado de casta brahmán (la más alta) que, por la frustración que le produce su carácter tipo suizo o alemán en un país tan caótico y poco amigo de seguir las reglas como la India, desarrolla una triple personalidad: la suya, la de un chuleta piscina (para poder ligarse a su vecina, de la que lleva 8 años enamorado en silencio) y la de un implacable justiciero en plan Punisher, que se carga a todo el que se encuentra abusando de su prójimo. No os creáis, que la peli tiene su miga filosófico-política… y unos bailoteos que no son de despreciar.
Al bajarnos del bus en Madurai, bajo el abrasador sol de la una de la tarde, nos dimos cuenta de que, en realidad, en Tiruchy no hace tanto calor. Y encima, en el templo no sólo nos obligaron a quitarnos las sandalias (cosa que ocurre en todos), sino que no nos permitieron ponernos calcetines, así que os podéis imaginar el cachondeo generalizado entre el personal al ver 10 guiris en hilera corriendo a saltitos para no quemarse los pies por las ardientes losas del templo. Por suerte, enseguida descubrimos que el templo cerraba de 2 a 4, por lo que decidimos marcharnos a comer algo y volver un poco más tarde.
Mi estómago todavía no se había enterado de que ya me encontraba bien y se negó a ingerir alimento alguno, cosa que ocasionó gran pesar al personal del restaurante y no hubo manera de hacerles comprender que el problema no era con su comida, sino con mi sistema digestivo. Se sintieron un poco más aliviados cuando les dejé que me trajeran un zumo de mango, que bebí con deleite.
Montaña de arroz que dejé prácticamente intacta, para gran disgusto de los camareros.
Mientras esperábamos que abriese el templo grande, aprovechamos para visitar otro, muy pequeño, pero famoso por unas aguas milagrosas. Nos alejamos de Madurai hacia el sur y enseguida comenzamos a ver campos de arroz, la vegetación empezó a hacerse más espesa y el terreno a empinarse. Después de viajar a través de los cientos de kilómetros de la interminable llanura que se extiende entre Chennai y Madurai (unos 500), apreciamos algo de curvas y cuestas arriba. Al acercarnos al templo nos fuimos metiendo en lo más parecido a una romería que me puedo imaginar en este país: cientos (¿miles?) de personas de todas las edades, en grupos, en familia o solas, descansando o comiendo a la sombra de un árbol, comprando recuerdos u ofrendas en los numerosísimos puestos y, sobre todo, moviéndose poco a poco hacia la cima de la montaña, donde se encuentra el templo y la fuente milagrosa. Mientras la furgoneta se abría paso entre la multitud, fuimos descubriendo en los árboles nidos de colibríes, mariposas del tamaño de la mano de un niño y, sobre todo, innumerables monos que jugaban y se peleaban añadiendo unos cuantos decibelios al estruendo general que reina en la India noche y día. El templo no era nada del otro jueves, pero valió la pena la visita sólo por ver el paisaje y los peregrinos, a los que, por cierto, les resultaba muy gracioso verme vestida de sari y de los que recibí numerosos piropos que Bobby amablemente me tradujo.
Romería a la india
De vuelta en el gran templo de Meenakshi, a las 4.30 de la tarde, comprobamos con deleite que el suelo ya no ardía tanto (tened en cuenta que aquí a las 6.30 ya es de noche) y recorrimos sus salas y sus patios con más tranquilidad. No tuvimos tiempo de verlo todo, porque Marcos y Tito se marchaban a Kanjakumari, la ciudad más austral de la India, y tenían que coger el bus, pero sí nos dio tiempo de entrar en la sala de las 2.000 columnas, en los templetes de Nandi, de Shiva y de otros dioses que no reconocí (y que quizá no conozco) y en el estanque del loto de oro, donde el loto en cuestión es del tamaño de un coche y es de oro de verdad, no lo dicen por decir.
Ambal y yo posando junto a la estatua de un elefante en la sala de las 2.000 columnas.
Otra vez están a punto de traernos el desayuno, así que no os voy a contar la peli que vimos en el camino de vuelta, pero era una interesante mezcla entre Seven y Harry el sucio, con algunos toques progresistas (como que el protagonista se enamora de una divorciada con una hija y todo) que no había visto antes en el cine tamil.
Nos quedan dos días en Tiruchy, el miércoles salimos hacia Karaikal.
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