miércoles, 8 de agosto de 2007

Dejad que los niños ...

Dieciocho niños y doce adultos en una habitación de 3x2. Los niños cantan y ríen y nos cuentan, con la mayor naturalidad, en qué trabajaban antes de asistir a esta escuela de adaptación para niños explotados y qué era lo que menos les gustaba de su trabajo. Una niña de 11 años, que estaba de sirvienta para una familia rica, nos dice tan tranquila que en realidad ninguna de sus tareas le resultaba especialmente penosa… ni lavar, ni barrer, ni carretar agua o leña para toda la familia. Eso sí, le gusta más el colegio.






Aunque en el suburbio de Kaja Nagar hay una escuela de adaptación (financiada por el gobierno de la India y gestionada por PDI, nuestra contraparte) no es uno de los 10 de nuestro proyecto y eso se nota. Cuando bajamos del minibús nos recibe un descampado lleno de suciedad y desperdicios, casas semiderruidas y cabras pastando entre los despojos. La gente nos mira con extrañeza y curiosidad, porque no están acostumbrados a ver pasar al personal del proyecto continuamente y mucho menos a 11 guiris cámara en ristre.



Sin embargo, en medio de la mugre, al doblar una esquina, nos encontramos 18 caras que nos sonríen con la boca y con los ojos y un coro de vocecitas que pugnan por gritar cada una más que la de al lado: hello, hello! Los niños están peinaditos, limpios y bien vestidos… y deseando decirnos la lección, enseñarnos sus cuadernos, las canciones que han aprendido. Pero más que nada, que les saquemos fotos. Lo bueno es que ahora, con las cámaras digitales al menos pueden ver el resultado :-)

Después de comer, vamos a Panju Kidangu, el suburbio de la paradoja. En Panju Kidangu viven personas de una casta, tan baja que están relegadas a las tareas de limpieza (por ejemplo, de las alcantarillas abiertas) consideradas tan degradantes y serviles que sufren una marginación permanente de ahí que, aunque tienen ingresos fijos por su trabajo (cosa que apenas ocurre en los suburbios), son tan pobres o más que los demás, porque la mayoría de ellos acaban completamente alcoholizados. Y nada más llegar, nos topamos con el que en cualquier otro sitio sería el borracho del pueblo (aquí tiene demasiada competencia), que nos sigue a través de todo el suburbio, esbardallando sin tregua, aunque en un tono nada hostil, eso sí. Recorremos unas callecitas estrechas, flanqueadas de pequeñas casas de adobe, paja y palma, desde cuyas puertas y ventanas nos observan caras amistosas y muchos vecinos salen a recibirnos y saludarnos. Enseguida llegamos a un espacio más abierto, en el centro del cual se encuentra un alpendre donde los niños del suburbio reciben clases de apoyo: una estructura abierta, de bambú con tejado de palma. Los niños nos están esperando, muy alineaditos a la entrada, con sus mejores sonrisas y sus mejores peinados. Las profesoras y la dinamizadora del suburbio disponen esterillas para que nos sentemos en el suelo y empezamos. Me siento al lado de Bobby, que me hace de traductora y voy hablando con los niños, uno por uno. La primera se muere de vergüenza y apenas murmura unas palabras, pero Sangeetha, la segunda a la que le pregunto (¿qué es lo que más te gusta del colegio y qué es lo que más te gusta de las clases de refuerzo?), se explica largo y tendido y hasta me cuenta cosas que no le he preguntado (por ejemplo, lo que hicieron en el “campamento” de verano). Aprovecho que me da cuerda y le pido a Bobby que le pregunte qué quiere ser de mayor: delegada del gobierno para su distrito. Ahí queda eso.

Seguimos charlando con los niños, desde los más pequeñitos, de 6 o 7 años, hasta los más mayores, de 14. Nos cuentan lo contentos que están con las clases de refuerzo, porque aprenden jugando y ahora les va mucho mejor en el cole. Nos cuentan que se levantan a las 6.30 de la mañana para poder ayudar en casa antes de salir para clase, que cuidan de sus hermanos pequeños, a qué les gusta jugar, nos cantan canciones y, por supuesto, nos piden fotos. Para muestra, un botón.



Cuando ya estamos a punto de dejar a los niños para ir a charlar con unas chicas (bueno, y un chico) del grupo de juventud, llega una niña de 13 años que es un caso especial. El año pasado sus padres estaban tan mal de dinero que no podían comprarle el uniforme del colegio (obligatorio en todos los centros, incluso los públicos) ni los libros. El consejo del suburbio se reunió y decidió concederle una beca para que pudiese continuar los estudios y ahora ella sueña con terminar la secundaria y estudiar para hacerse maestra. Esto es lo que pasa cuando una comunidad se hace fuerte y cree en sí misma.

A esas alturas, el alboroto de los niños es casi incontrolable, así que para reunirnos con el grupo de juventud nos marchamos a la azotea de una de las pocas casas que no tiene tejado de palma, despidiéndonos efusivamente de los niños, con muchos “tata” (así dicen adiós los más pequeños) y mucho apretón de manos. En la azotea la charla transcurre con fluidez y normalidad. A diferencia de otras ocasiones, esta vez hablan todos, con nosotros y entre ellos. Nos cuentan que estaban allí cuando llegamos porque en su tiempo libre ayudan a la profesora con las clases de refuerzo para los niños: “nosotros recibimos en su momento y ahora queremos dar”. Son la primera “promoción” de las clases de refuerzo del proyecto, allá por 2003. La mayoría han terminado secundaria y están trabajando, pero una de ellas está acabando el bachillerato y va a ir a la universidad. Nos explican que en el grupo de juventud ayudan a mantener limpio el suburbio o acompañan a las personas enfermas al hospital, pero también que charlan de sus cosas, juegan a juegos de mesa o al tenis. Todos juntos, chicos y chicas. Eso también es un gran avance.

El sol empieza a caer y nos tenemos que marchar. Le pido a Bobby que les diga que les deseo mucha suerte para el futuro y la chica que quiere ser maestra (la más habladora y decidida) me dice “the same to you” (lo mismo te deseo). Le pregunto si habla inglés y me indica con los dedos que poquito. “¿Cunjun cunjun?”, le pregunto en tamil, y cuando me mira sorprendida le explico que ella habla inglés “cunjun cunjun" y yo tamil “cunjun, cunjun”. Se parte de la risa.

Mañana, Rock Fort: un poco de turisteo.

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