viernes, 17 de noviembre de 2006

Y los viejos cuentan...

Con tristeza que en el mar hubo mil ballenas... pero se ve que son seres normales y en invierno les molesta la rasca, así que se van al sur y las pobres jovencitas españolas que quieren verlas en noviembre, pues se tienen que fastidiar. O sea, que de whale watching nada de nada. Ni siquiera están abiertas las empresas de excursiones...

Vista general del "salón" donde cenamos, que en realidad era una pista de hockey hielo

Pero en fin, empecemos por el principio: la cena de clausura de la Cumbre. Pues estuvo muy bien, aunque como estábamos cansadas se nos hizo un poco larga (realmente, para los hábitos canadienses duró hasta las tantas, porque salimos de allí casi a las 12 de la noche). Nos sentamos en la mesa con un chico colombiano encantador que habíamos conocido esa tarde (concejal de la ciudad de Medellín), una estadounidense que llevaba dos años estudiando en Argentina, una periodista de Halifax simpatiquísima, una pareja asiática con la que ni intercambié palabra y nadie me presentó (no sé ni de qué país eran, pero tenían que ser de Extremo Oriente) y otra pareja estadounidense, que no sé de qué organización eran, pero sí eran majetes. Nos dieron de cenar una ensalada con mango (muy canadiense) y gambas a la plancha (3) y un plato un poco peculiar en el que había arroz con verduras (zanahorias y boniato, creo) en el centro y salmón a un lado y pechuga de pollo al otro. Estaba rico. La verdad es que nos echamos unas risas, porque la conversación estuvo muy animada y el colombiano (Mauricio) era coñerísimo. Además, después de cenar, se nos unió un compañero suyo (Sebastián) que se nos había perdido y entre los dos ya fue demasiado. Sólo nos callamos durante el discurso de clausura del Yunus (hubo otros discursos, pero no les hicimos mucho caso, la verdad. Total, decían todos lo mismo...)

Parte de nuestra mesa: Mauricio, Andrea, yo, Sebastián, la estadounidense argentinizada, la pareja estadounidense y un acoplao. La periodista y los asiáticos no salen.

Después de la cena hubo algunas actuaciones musicales de la Filarmónica de Nueva Escocia con varios grupos de música tradicional de allí y un par de agrupaciones de baile. El folclore típico de aquí es bastante a lo celta, con esas danzas que se bailan muy recto, moviendo sólo los pies. También hubo un indio (nativo canadiense) que cantó una canción tradicional india, un gaitero tipo escocés... en fin, variadito.

Highlinder con filarmónica. La foto es rara porque la saqué a una de las pantallas gigantes, que desde donde yo estaba salían liliputienses.

Al acabar, la gente de nuestra mesa se fue a tomar unas cervecitas, pero nosotras estábamos muy cansadas y nos fuimos a cama. ¡Ah, me olvidaba! Que cuando finalmente acabó el espectáculo y la gente se estaba marchando, nos sacamos una foto con Yunus, gracias a Mauricio, que nos coló y nos pasamos por delante de una fila como de 6.000 personas (dato algo exagerado, porque a la Cumbre asistimos exactamente 2.222).

Codeándonos con un premio Nobel

Y así se acabó el miércoles y la Cumbre del Microcrédito.

El jueves amaneció un sol radiante, pero a las 9.30 ya se había cubierto por completo. Todas ilusionadas, bajamos al puerto en busca de la oficina de información turística, para que nos informaran de cómo hacer para ir a ver ballenas y sobre el bus turístico (de esos rojitos). Como ya acabo de decir, ni ballenas, ni siquiera busito turístico, porque aquí, a partir de octubre, todo está “Closed for the Season”, es decir, cerrado hasta la primavera. El puerto es precioso, muy típico, con su pasarela de madera, sus veleros, sus casetas de madera y hasta su carpintería de rivera. Pero por desgracias, las empresas de excursiones y las tiendas de regalos están todas cerradas. ¡Hasta un restaurante enorme que hay, construido sobre un malecón, con una terraza preciosa, está cerrado! Y lo mejor de todo es que por dentro estaba todo decorado para la Navidad... en fin, están locos, estos canadienses.

Sin embargo, en la oficina de información turística nos dieron unos papelitos de un par de empresas que estaban abiertas (para excursiones en furgo) y llamamos. Nos ofrecieron un par de opciones, pero al final nos decantamos por la excursión más larga, que son como 6 o 7 horas todo por la costa hacia el sur, hasta un pueblo que se llama Lunenburg y que es patrimonio de la UNESCO. (www.town.lunenburg.ns.ca). Por lo que he visto en postales y tal, es precioso. De camino se pasa por un montón de sitios bonitos y pintorescos, como Peggy’s Cove (“la cala de Peggy”) un pueblo de marineros que sale en 50.000 postales, así que debe de ser muy bonito. Lo malo es que, como no nos decidimos en el momento y llamamos al tío un poco más tarde, se nos adelantaron otras personas, que le pidieron la excursión sólo hasta Peggy’s Cove. Así que la cosa está así: el chico (Robert, por cierto) va a intentar convencerlos de ir a Lunenburg todos juntos, pero si no lo consigue, tendremos que conformarnos con ir a Peggy’s Cove. Bueno, como no tenemos más opciones, pues nos conformamos con alegría. Ya contaré.

En cuanto a nuestro día de turismeo en Halifax, después de recorrer a gusto el puerto y comprar algunos recuerdos en la única tienda de regalos que vimos abierta (la mujer debió de quedar encantada, con todo lo que nos llevamos entre las dos), cogimos el ferry para cruzar al pueblo del otro lado del estuario, que se llama Darmouth. O sea, ir a Cangas por ver Vigo. Tal cual, porque lo hicimos sólo para poder ver todo el frente de Halifax desde el mar. Para esas alturas empezaba a meterse una bruma considerable, pero aún así pudimos sacar bastantes fotos y grabamos bastante vídeo. Y por cierto, en el ferry de vuelta casi vimos una foca. Digo casi, porque la vieron unos chicos que había al lado, mirando por la borda. Pero cuando miramos nosotras ya no estaba. A ver si mañana hay más suerte y vemos aunque sea un frailecillo...

Sitting at the dock of the bay wasting time...

Después subimos a comer a un vegetariano que hay al lado del hotel (y de paso dejar todas las compras para no ir cargando con ellas), antes de subir hasta la ciudadela, una fortaleza inglesa del siglo XVIII desde donde se domina toda la ciudad. Por desgracia, para cuando llegamos arriba, la niebla se había cerrado de tal manera que no se veía ni raba desde allí (y encima nos mojábamos todas), pero al menos vimos la ciudadela en sí y pillamos unas hojas de arce muy amarillitas.

Entrando a la fortaleza, con ramo de hojas de arce.

Total, que nos bajamos de la ciudadela y seguimos paseando un poco por Halifax, aunque sin saber del todo bien a dónde íbamos. Tampoco es que importe mucho, porque la verdad es que es una ciudad muy bonita, con unas casas de madera pintadas de colorines que da gusto verlas, y cantidad de árboles por todas partes.

En fin, que no me enrollo más, porque son las 8 y a las 9.30 nos recoge Robert para el viaje sin determinar y aún no me he duchado ni he desayunado.

Muchos besos y esta noche os cuento.


jueves, 16 de noviembre de 2006

Adios a la cumbre, adios

Se acabó la Cumbre. Bueno, del todo, del todo, no, porque aún nos queda la cena de clausura, que se celebra dentro de media hora y de la que espero poder al menos disfrutar un poco, aunque no sé si mis recientes restricciones dietéticas me lo permitirán... Por lo que parece, va a ser una cena típica de Nueva Escocia. Y por lo que nos han dicho todos los “paisanos”, aquí lo más típico es la langosta. A ver si se nota. ;-P

Hoy ha ido la cosa tranquilita, sólo tuvimos una sesión plenaria y un curso de mañana y tarde. Ambas fueron un poco peñazo, pero al menos nos dieron una hora y media para comer cosa que nos permitió, gracias al bonito día que hacía, comer en una placita muy chula, disfrutando del sol invernal canadiense. Y de paso, sacar algunas fotillos.

Una de las fotillos en cuestión, que nos sacó un amable paisano.

En fin, os dejo momentáneamente, porque me tengo que ir a la cena (amenizada por un espectáculo de música tradicional de Nueva Escocia). Ya os contaré mañana qué tal.

Por cierto, si queréis más detalles sobre lo que hemos estado haciendo en la Cumbre, podéis leer el blog de IND: http://implicadas.blogspot.com
Allí está la crónica diaria seria.

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Y van pasando los días...

Pues nada, los días van pasando y, sin casi ni enterarnos, ya estamos a martes por la noche y mañana se acaba la cumbre. La verdad es que hay momentos en los que no me lo parece, pero estoy aprendiendo muchas cosas. Hoy, por ejemplo, estuve en una conferencia en la que varios beneficiarios de microcréditos contaban sus experiencias y sus historias. Una cosa impresionante, todos unos ejemplos de superación. Me gustaría poder repetir con detalle todo lo que nos contaron, de todo lo que han conseguido con unas cantidades irrisorias, pero por desgracia mi memoria es buena, pero no TANTO. Os resumiré muy por encima la historia de Lorna, una mujer jamaicana que sufrió un accidente y quedó tan mal, que se gastó todos los ahorros de su vida en médicos. Quedó en la miseria y nadie le daba dinero para volver a poner a andar su vida. Después de muchas peripecias y de seguir insistiendo e insistiendo, sin rendirse nunca, finalmente consiguió un microcrédito de una institución e inició un negocio de artesanía. Ahora tiene tres empleados (dos mujeres y un hombre) y su negocio es próspero y de él viven las 4 familias. Yo le compré un cinturón, así un poco rastafari :-D.


Esta discreta señora cuya cara casi no se ve, es Lorna, la jamaicana emprendedora. A la izquierda de la foto, podemos ver los cinturones rastafaris, todos enrolladitos.

También estoy aprovechando (estamos) para hacer contactillos y hoy hice uno muy interesante, con el Wiliber, gerente de ventas de una cooperativa de campesinos ecuatorianos que plantan hierbas medicinales y utilizan las fórmulas de antiguos remedios indios para hacer medicinas y productos de aseo, etc. Me interesó doblemente, porque desde hace un año se dedican al comercio justo (así que, cuando encuentren una distribuidora en Europa podríamos vender sus productos en el Crisol) y porque tienen un programa para mujeres de países desarrollados, sobre todo que trabajen ONG, en los que se nos ofrece la oportunidad de ir una temporada a trabajar con ellos y aprender su manera de funcionar y gestionar la cooperativa. Imaginaréis que ya estoy pensando la manera de ir, porque además, seguro que podría sacar muchas enseñanzas para nuestros proyectos rurales (por ejemplo, el de North Wollo, en Etiopía).

Por lo demás, esta mañana la teníamos libre y pensábamos aprovechar para callejear un poco por aquí por el centro, pero tuvimos muy mala suerte, porque teníamos un par de recaditos pendientes para hacer a primera hora, pero las cosas se torcieron y al final nos comieron toda la mañana y apenas vimos un trocito nuevo de Halifax. Pero al menos descubrimos un centro comercial donde hay muchísimos puestos de comidas distintas (hoy he comido libanés) y así Andrea y yo podemos compatibilizar nuestras restricciones alimenticias: ella es vegetariana estricta, nada de huevos ni leche, y yo no puedo comer hidratos ni grasas. O sea, una cosa espeluznante. Entre las dos no podemos comer absolutamente nada.

Yo, haciéndome la interesante en la zona de stands de las organizaciones. Concretamente, en el stand del Women's Bank

Por cierto mamá, la reina sigue por aquí, pero no he podido verla pese a estar en la misma sala, que como es en realidad un pabellón de deportes, no creo que me lo tengas en cuenta.

Y como ya son las 11.11 de la noche y me muero de sueño, os dejo y me voy con la música a otra parte, concretamente a la cama.

lunes, 13 de noviembre de 2006

Recién aterrizada y con pelín de jetlag...

Bueno, pues aquí estamos Andrea y yo, en la sala de espera de la puerta 49 del aeropuerto de Montreal, a las 7.56 de la mañana /12.56 en España), después de protagonizar un “Momento Paco Martínez Soria” sin parangón. Pero bueno, empecemos por el principio.

A las 10.45 de la mañana me personé en el aeropuerto de Vigo, donde la pobre Andrea ya esperaba desesperada, porque no se había enterado de que Aire France había cambiado la hora de salida del vuelo y no era a las 12.20, sino a las 12.40. De hecho, me estaba llamando por el móvil. Encima estaba sola, porque su padre había tenido que bajar a Vigo a buscar su abrigo, porque se lo había dejado en casa. ¡Qué burra! No como yo que... me lo había dejado en casa. Allá fue el pobre Moncho, siguiendo los pasos del padre de Andrea ¡y sin protestar casi nada! Pero es normal, a 45 grados a la sombra que hacía, a quién se le va a ocurrir coger el abrigo de pana de cuello alto.

En fin, omitiré los detalles del vuelo a París, salvo por el hecho de que el fulano del microfonito hablaba un perfecto franglés, que no se le entendía nada. París nos recibió gris y lluvioso y no pudimos ni intuirlo en la lejanía. Bueno, intuirlo sí, pero podría haber sido cualquier otra ciudad, Avilés incluido. El tránsito por el Charles De Gaulle ya fue otro cantar. Desde luego, en España nos quejamos de los aeropuertos, pero empiezo a pensar que son de los mejores del mundo. Después de preguntar en repetidas ocasiones y de enseñar el pasaporte y la tarjeta de embarque aproximadamente 5.378 veces, logramos llegar a nuestra puerta de embarque. Eran como las 15.30 hora francesa (14.30 en España) y yo llevaba todo el día con una tortita de arroz e, intuyendo que no nos iban a dar alimento alguno hasta la hora de cenar (intuición que se demostró falsa, ya que nos dieron ni más ni menos que un vaso de agua y un paquete de galletitas saladas de ni más ni menos que 35 gramos, que decidí reservar para un momento de más necesidad, por ejemplo si el barco de ver las ballenas naufragare o fuere a la deriva), se hacía imperioso, decía, la adquisición de un producto alimenticio, por ejemplo, tipo sanchi. Además, Andrea se hacía pis, necesidad también bastante imperiosa.

Búsqueda del baño, cola, pipí en entorno de agradable estilo zen y desagradable pestilencia y búsqueda de sándwich, que encontramos al módico precio de 6,60 €, momento sólo comparable a cuando pagué en Londres 10 libras (cuando la libra estaba a 290 pelas) por ver “Chicken Run”. Me compré el sanchi (de pan de pita con pollo tandoori, lechuga y salsa de yogur, he de añadir), porque cualquier otra cosa era más cara y más engordante y además porque tenía una pinta sólo superada por su sabor. Y cuando ya nos sentíamos a salvo, sentadas tranquilitas y sin molestar a nadie en las sillas de nuestra puerta de embarque, esperando a que avanzase la tremenda fila que forman siempre los pasajeros ansiosos por entrar antes que nadie, como si no tuviesen reservado el asiento, cuando de repente, aparece el nombre de Andrea en uno de los monitores, con un aviso en el que se indicaba que le rogaban que pasase por el mostrador de atención al cliente. Como dicho mostrador brillaba por su ausencia, nos dirigimos al mostrador de tránsito, donde le indicaron a Andrea en perfecto franglés (un idioma muy hablado por esta zona) que faltaban datos necesarios para el embarque, datos que Andrea procedió a facilitar y santas pascuas. Cuando por fin embarcamos, resultó que mis datos también faltaban y se los tuve que indicar allí mismo a la amable joven. ¿Porqué a mí no me pidieron que pasase por atención al cliente? No sé, es un misterio.

El vuelo a Montreal también transcurrió sin grandes incidencias, salvo porque la pantalla personal de Andrea traía censor incorporado, que le iba desconectando la peli cuando no le parecía adecuada, pero por lo demás, he de decir que Air France pasa a desbancar a Lufthansa como mi aerolínea preferida. No puedo decir lo mismo del aeropuerto de Montreal, que nos tuvo secuestrados como 20 minutos en la pista después de aterrizar, cosa que nos causó gran angustia mental y mal rollito en general. A lo mejor los denuncio, a ver qué les saco.

Dejamos los portátiles en recepción y nos encaminamos en busca de un taxi para ir al albergue y darnos una vueltecilla por Montreal, a ver qué tal pinta.

Gran decepción, en Montreal no nieva, es más, tampoco hace tanto frío.

Nos toca un taxista “borrachín y farfullante” (en palabras de Andrea) que también domina el franglés, pero que (contra todo pronóstico) nos deja sanas y salvas a la puerta del albergue, por el módico precio de 35 $ canadienses.

Después de dejar las cosas en nuestra habitación, comernos un trozo del delicioso bizcocho de frutos secos de Andrea y pertrecharnos (someramente, porque tampoco era para tanto) salimos, dispuestas a recorrer las calles del centro de Montreal y descubrimos, mientras yo me fumo en el porche el primer cigarro del día (no está mal, a la 1 de la mañana, maomeno) que SÍ ERA PARA TANTO. Cae una llovizna helada y sopla un vientecillo más bien inquietante que enseguida frustra nuestras esperanzas de turismo nocturno y ni siquiera podemos entrar en ningún café a tomar algo calentito, simplemente porque sólo encontramos restaurantes... eso sí, con muy buena pinta. Así que, de vuelta al albergue, en cuya cocina nos hicimos una infusión de Rooibos que Andrea muy previsoramente había traído. En estado comatoso, bebimos las infusiones y nos volvimos a la cama. Calculo el tiempo que tardé en dormirme en 85 milisegundos.


Servidora fregando afanosamente mi taza en la cocina del albergue.


Bonito altar consagrado a un jugador de hockey. Dice: «"¡El cohete' nos ayudará a ganar la Copa Stanley! ¡Dale un beso, que trae suerte!»


Peculiar cartel pegado en la puerta de la cocina. Dice: "La cocina cierra todos los días de 2 a 4 de la tarde". Estos guiris no saben a qué hora se come ni ná.

Y claro, como nos habíamos acostado a eso de las 21.30 (cual si fuésemos un Luni cualquiera), a las 05.30 teníamos el ojo abierto, así que nos levantamos y nos vestimos (con gran cuidado de no despertar a nuestras compañeras de cuarto) y bajamos a recepción a pedir un taxi. Pero no hizo falta, porque justo en aquel momento había allí un taxista que, según parece, para mucho por allí. El taxista resultó que era chileno (aunque llevaba 30 años en Canadá, porque había venido con su familia cuando era pequeño) y fue un gustazo no tener que practicar el franglés durante un rato.

Una vez en el aeropuerto, recuperamos los portátiles tras abonar la módica cantidad de 5 $ y nos dispusimos a sacar la tarjeta de embarque, porque las maletas ya iban facturadas para Halifax desde Vigo. Y no creáis que la cosa era tan fácil, no. Cualquiera pensaría que con seguir los cartelicos sería suficiente, pero eso sería en el caso de que los cartelicos no desapareciesen de repente por arte de birlibirloque. Preguntamos a un fulano de los que controlan que no lleves un frasco de champú ni nada, no sea que mates a alguien y amablemente nos indica que entremos por la puerta que dice “Sorties A”. Entramos por la puerta, pasamos los controles de los líquidos, nos cachean, nos hacen encender los ordenatas... y de repente nos damos cuenta de que habíamos entrado a la zona de puertas de embarque, sólo que no sabíamos cuál era la nuestra...PORQUE NO TENÍAMOS TARJETAS DE EMBARQUE. En fin, que media vuelta, ar y otra vez todo el proceso. Eso saltándonos la parte en que tardamos mil siglos en encontrar las ventanillas de facturación y otros detalles sin importancia.

En fin, suerte que no hay testigos.

Bueno, nos llaman para embarcar. ¿Qué nuevas aventuras nos esperan?

*** **** ****

Pues nos esperan que nos han perdido las maletas, qué fiesta joglorrio. Por suerte, acabo de llamar al número de reclamación y me han dicho que las han encontrado y que están de camino de Montreal a Halifax y que en cuanto lleguen al aeropuerto nos las traen al hotel. Eficacia canadiense. Porque, por cierto, la culpa de todo la tuvo la tipa del aeropuerto de Vigo, que nos dijo que las maletas iban directas a Halifax, cuando las teníamos que haber recogido en Montreal. En fin, eficacia española.

Pero en realidad, nada de esto importa, porque gracias a Jorge tengo seguro de viaje y estaba mucho más que tranquila, sabiendo que si me tenía que comprar ropa me la cubría el seguiro y porque estamos encantadas de la vida. Ya os dije que Montreal no nos había entusiasmado, posiblemente porque era de noche, hacía un frío que metía miedo y caía una desagradable llovizna helada (modo horizontal). Pero Halifax...

Casi todo el camino en avión lo hicimos sobrevolando una densa capa de nubes, así que no veíamos gran cosa, salvo por un breve claro que nos dejó ver algo parecido a la campiña inglesa a lo bestia. Pero cuando iniciamos el aterrizaje y cruzamos la capa de nubes contemplamos ojipláticas una llanura de kilómetros y kilómetros de bosques de coníferas, salpicados de ríos y lagos, con sus islitas y todo, sin una casa a la vista ni nada que perturbase tanta belleza. De verdad, impresionante. Y tengo fotos y vídeo para demostrarlo.

He aquí la foto que lo demuestra, aunque no le hace justicia al paisaje.

Los más de 30 kilómetros que separan el aeropuerto de la ciudad, los recorrimos en un taxi que parecía sacado de una peli de los hermanos Cohen (tipo Fargo). Bastante viejales, pero con mucho encanto. Además, el taxista era un individuo amable y parlanchín, que nos informó de diversas actividades que podemos realizar en la región, amén de confirmarnos que las posibilidades de ver ballenas son muy buenas... ¡e incluso que no sería absurdo esperar que nevase durante nuestra estancia! ¡Viva el taxista guay!

Siguiendo con el subidón general, Halifax es una ciudad muy bonita, con muchos edificios antiguos de aspecto muy inglés y coloristas casitas de madera tan típicas de la costa noreste de EE.UU. y sureste de Canadá a la que se llega cruzando un bonito puente sobre un estuario. Pasado mañana tenemos la mañana libre, así que nos dedicaremos a callejear (eso creo). Por lo que hemos averiguado, también hay el típico bus de dos pisos que recorre las zonas turísticas, así que si seguimos disfrutando de buen (mal, o sea, sin nieve) tiempo, seguramente lo pillemos.


Calle del centro, con sus edificios de aspecto inglés.


Tratad de ignorar mi cara de cebollino y admirad las bonitas y coloristas casitas de madera.

El hotel está genial, nuestra habitación tiene una cocina equipadísima, con un microondas del tamaño de mi tele ¡¡y lavavajillas!! La nevera hace cubitos de hielo y tó y, por si fuera poco lujo, en el cajón de mi mesilla me encontré un ejemplar de la Biblia y otro del Libro de los Mormones. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?


Después de comer (compartimos una pitta de falafel y otra de humus, ambas con ensalada variada), fuimos a registrarnos a la Cumbre, donde nos dieron una maletita muy mona, con todo el material, que incluye un par de libros que aún no hemos podido examinar en profundidad, pero que prometen mucho. Además, por supuesto, de una identificación con afoto, que procedieron a sacarnos in situ con una webcam, con los resultados que podéis imaginar. No hay documento gráfico, pa reírse del personal rogamos pongan La Hora Chanante.


Maletita muy mona.

Las conferencias de la tarde estuvieron muy bien. La primera (precedida por un par de actuaciones de percusión y bailes africanos) no nos atañía mucho, mucho, porque iba más bien orientada a bancos e instituciones de microcrédito, pero aún así lo que se comentó era interesante. La segunda, en la que participó el reciente premio Nobel de la paz, Mohammed Yunus, fue de lo más interesante y incluso hicimos un par de contactos. Por cierto, entre el público se encontraba, muy discreta ella (va sin retintín), sin guardaespaldas visible y sin hacerse notar, la Reina Sofía.


Mañana tenemos un día completito, completito, desde las 9 de la mañana, hasta las 7.30 de la tarde casi sin parar, con dos conferencias sobre “gender and microcredit” (más específicas, pero paso de buscar los títulos ahora) y una sobre grupos de autoayuda, iguales que los de nuestros proyectos en la India. Y aunque aquí sólo son las 9 de la noche, en España son las 2 de la mañana, así que voy a descansar un poco, que me lo he ganao.

lunes, 6 de septiembre de 2004

De vuelta en la vieja Europa

Sentada en una sala de espera de la terminal internacional del aeropuerto de Frankfurt, con unos pantalones de loneta y una camiseta de algodón de manga corta, sólo los tatuajes de henna de mis manos pueden indicar que hace pocas horas mis ahora limpias sandalias (he ido al baño a lavarlas) y mis aún hinchadísimos pies estaban cubiertos del polvo de las calles de Tiruchy y Chennai.

Esto que estoy escribiendo ahora en el portátil de María no lo podré publicar hasta que llegue a casa, pero me ha parecido una buena forma de matar las casi 10 horas de enlace que nos toca chupar aquí.

Aunque empezó con mal pie, el viaje de Tiruchy a Chennai fue mucho mejor que el de llegada. Seguramente porque yo no llevaba 13 horas de avión encima del cuerpo y seguramente también porque todo ya era un poco familiar para mí.

Digo que la cosa empezó con mal pie, porque salimos de casa olvidándonos una de las maletas (concretamente, mi trolley de cabina) en el rellano de la escalera. Menos mal que todos los vecinos habían salido a despedirnos, se dieron cuenta y nos llamaron al móvil de Ambalavanan cuando aún estábamos llegando a las afueras de Tiruchy, así que la cosa no supuso mucho retraso.

No sé si por mi envergadura culil o por deferencia hacia “la nueva”, me dejaron sentarme junto al conductor, cosa que yo intenté aprovechar para sacar alguna foto. Empecé por el río Cauvery lleno de agua, pero la verdad es que la cosa fue un fiasco, porque no encontré ángulo por la velocidad del coche y porque el puente tenía un murete de piedra bastante alto. El resto de las fotos también fue bastante fracaso, salvo en las ocasiones en las que el conductor, muy solícito, aminoraba la velocidad o directamente paraba, para que yo pudiese despacharme a gusto. Lo malo fue que como me daba apuro que parase por mi culpa, pues dejé de hacer fotos, salvo en los momentos en los que parábamos por algún motivo determinado.

Los 320 kilómetros que separan Tiruchy de Chennai tienen un paisaje bastante uniforme. La tierra es llana y roja. Hay árboles a los bordes de la carretera casi todo el rato y se ven bosquecillos de palmeras y zonas de arbustos espinosos (el famoso bush donde me metí a pincharme los pies y a sacar un fiasco de foto a unas vacas). También algunos campos de cultivo bastante grandes, pero no he podido identificar de qué eran. A veces, algún otero rojizo y pelado de cima achaparrada. Y de vez en cuando, cruzamos alguna aldea o ciudad. Incluso cruzamos una bastante grande en la que había un mercado que parecía muy animado. Por desgracia no nos pudimos parar, pero me hubiera gustado.

A lo largo de todo el camino se ve gente que camina al borde de la carretera. Gente de todo tipo: hombres guiando carros de bueyes (otra de mis fotos frustradas), mujeres con grandes cántaros de agua, niños que van en grupo a la escuela, familias que no se sabe a dónde van, mujeres solas o en grupo, hombres en bicicleta... Precisamente, tuvimos un «pequeño incidente» con un hombre que iba en bicicleta, con una chica sentada atrás (recordemos que en la India las mujeres se sientan de lado en las bicis y motos) al que le pareció buena idea cruzar la carretera nacional a ritmo de gallina justo cuando veníamos nosotros a nuestra «velocidad punta» de 100km/hora. Yo me llevé un susto de muerte porque como iba delante tuve un privilegiado primer plano de la cara de horror de la chica al ver como irremisiblemente nos echábamos encima de sus piernas. Yo estaba convencida de que se las habíamos roto, pero no. Hubo suerte. Llevamos a la chica a un dispensario que por suerte había cerca donde le curaron las heridas y le pusieron la antitetánica y se marchó por su propio pie, así que espero que pronto se le pasen los moratones y se ponga bien.

Este fue el incidente más destacable del viaje, aunque en Chennai (donde, por increíble que parezca el tráfico es peor que en Tiruchy) tuvimos una rascada con otro coche, aunque ni nuestro conductor, ni el otro se molestaron en bajarse a mirar si había sido mucho la cosa.

Además de eso, paramos a desayunar unas dosas gigantes (son unas tortas parecidas a las filloas o a las crêpes que se comen acompañadas de cosas picantes, pero yo las tomo solas) en un bar de carretera, que según me pareció, era bastante «lujoso» para los estándares indios. Ahí hubo un detalle que no me gustó nada, porque el conductor no se sentó a la mesa con nosotros, sino en otra, separado. No sé si es que le apetecía estar solo y a su bola un rato o es que no se consideraba digno de nuestra compañía...

A mitad de camino, paramos a beber unos cocos que le compramos a un hombre que los vendía al borde de la carretera, lo cual es una cosa bastante frecuente. Se busca una sombrita al borde de una carretera principal, y allí se queda uno, con su carretilla llena de cocos y su machete, esperando a que pare alguien. Lo de los cocos es genial, porque tienen muchísima agua que siempre está fresquita y que además tiene la ventaja de ser completamente segura, libre de amebas, parásitos y otras cacolas perjudiciales p’al cuerpo humano. Para beberla se utiliza el sencillo procedimiento de pegarle un machetazo al coco en la parte de arriba, haciendo un agujero pequeñito por el que se mete una pajita. Cuando se acaba el agua, de otro machetazo se abre el coco por la mitad, para ver si tiene algo de pulpa y comerla con una cuchara, porque está muy muy tiernecita. Porque no he explicado que los cocos que se beben son los que aún están verdes («tender coconut») y cubiertos por una gruesa piel carnosa de color verde, parecida a la de las nueces. Esa cubierta es la que, al madurar, se va quedando hecha unas fibras marrones que después se usan para hacer esteras, bolsos, etc.

A lo largo del camino, sobre todo en puntos cruciales como puentes, pasos a nivel, etc. se ve bastante gente vendiendo cosas, sobre todo frutas y frutos secos (anacardos, principalmente, porque TamilNadu es el primer productor mundial). Tuvimos la «mala suerte» de tener que parar en un paso a nivel. Digo la mala suerte porque cuando vinieron los vendedores de fruta (mujeres y niños que vendían guayabas y anacardos) y vieron que en el coche aquel iba una guiri se montó semejante remolino alrededor que tuvimos que cerrar las ventanillas porque un niño tenía ya medio cuerpo dentro del coche. El niño repetía una palabra continuamente, pero yo no sabía lo que quería. Luego me enteré de que me pedía un bolígrafo y me quedé muy triste, porque yo llevaba tres en el bolso y no me hubiera costado nada dárselos. Es que aquí, a los niños lo que más les gusta en el mundo es un bolígrafo.

La última parte del viaje se hizo pesada, porque a medida que nos acercábamos a Chennai el calor y la humedad se iban haciendo insoportables y la ropa y el pelo se me pegaban al cuerpo. Para que os hagáis una idea del calor que hacía (aunque el cielo estaba cubierto) os diré que entrando en Chennai llovió un poco durante unos 10 o 15 minutos y cuando llegamos, las maletas que iban en la baca estaban completamente secas. Además, el tráfico de camiones se empezó a hacer densísimo (Chennai tiene 6 millones de habitantes) y el humo y la carbonilla entraba constantemente por la ventana y se me quedaba pegado a la piel y se me metía en los ojos. Cuando llegamos y nos metimos en un bar a comer, corrí a lavarme la cara, porque ya parecía un maquinista de tren del siglo XIX.

Y bueno, básicamente ese fue el viaje, porque de Chennai poco vi. La estación de tren es impresionante, preciosa. Bobby nos sacó una foto a María y a mí a la puerta, pero no sé aún qué tal habrá salido. También vi parte del centro de la ciudad y todas las afueras, claro. Los suburbios de las afueras no se diferencian en gran cosa de las de Tiruchy, salvo porque son muchísimo más grandes, pero el centro sí. En el centro de Chennai hay grandes edificios modernos y se ven bastantes mujeres vestidas a lo occidental y sentadas a horcajadas en las bicis y en las motos, aunque yo diría que no más de un 15 o 20 por ciento. Pero ya es algo.

Me quedé con ganas de acercarnos al puerto, que es muy importante y lo ha sido a lo largo de la historia y a la playa, porque es la segunda más grande del mundo, pero al final no pudo ser. El problema fue que Manimekalai (la mujer de Ambal) estaba casualmente en Chennai por un congreso de su trabajo y entre que llegamos súper tarde, fuimos a la agencia de viajes a que María confirmase su billete y nos logramos reunir con Manimekalai, pues se nos hizo de noche (aquí anochece tempranísimo por estar tan cerca del ecuador).

Así que pasamos el resto del día en una habitación de hotel que pillamos por unas horas para que María y yo nos pudiésemos cambiar y lavar para el viaje. La habitación me resulta difícil describirla, pero os aseguro que no se parecía en nada a lo que nosotros entendemos por hotel. Me dio un poco de mal rollo ducharme en el baño del pasillo, porque el pestillo no cerraba bien y me agobiaba pensar que pudiese entrar alguien. Por suerte no ocurrió :-)

Al ponerme la ropa que llevo ahora me sentí muy triste porque fue como la última despedida de la India y cuando bajamos a cenar a un restaurante cercano me encontré fuera de lugar entre tanto sari (María no tenía ropa española, así que se puso un sari grueso que le había regalado Vinay en Karnataka), como descolocada.

Y poco más. La despedida en el aeropuerto fue muy triste y yo, como siempre, me eché a llorar como la Magdalena, aunque conseguí aguantar hasta que fuimos para la cola de entrada y así no me vieron ellos. Es que encima, en el aeropuerto no se permite entrar a nadie que no tenga billete, así que nos tuvimos que decir adiós allí en el cochino aparcamiento. Y encima, con la manía esa que tienen los indios de no tocarse, sólo nos pudimos dar la mano lacónicamente. Menos mal que Bobby le echó un par y nos dio un abrazo como Dios manda.

Por si fuera poco y me estuviese resultando fácil aguantar la lagrimita, en el último momento Bobby sacó de la nada un gran (y muy pesado, por cierto, qué horror) paquete de regalo para mí. Me ha dicho que no lo abra hasta estar en España, pero yo ya sé que es: una caja entera de mini tetrabriks de Frooty. Al final no me consiguió el barril, pero se ha quedado bastante cerca.

En fin, pronto nos tocará embarcar, así que voy a cortar el rollo. Ahora a rezar a San Cucufate para que no nos pierdan el equipaje.

Blanca

PD: Esta postdata la añado en el momento de publicar esto: nos perdieron un bulto a cada una, aunque por suerte aparecieron a los dos días.