Sentada bajo el ventilador del piso de arriba de la oficina de Tiruchy me siento a mis anchas, es casi como volver a casa. La diferencia es que, ahora mismo, estoy rodeada por 10 personas, tumbadas en esterillas en el suelo y con las que nunca habían compartido este espacio. La otra novedad es una nevera patrocinada por USAID que contiene en este momento medicamentos retrovirales, nuestras botellas de agua y un poco de helado de mantecado que ha sobrado del postre: una de las muchas sorpresas y atenciones que tienen con nosotros.
Han pasado muchos días desde la última crónica y no pocas cosas. El miércoles pasado visitamos el templo de Nataraja en Chidambaram, en el que yo no había estado nunca y que tampoco me emocionó, pero es que visto el templo de Thanjavur, cualquier cosa es poca cosa. Y creo que eso se hizo evidente al día siguiente, de camino a Tiruchy, cuando 11 bocas soltaron un "¡Ooohh!" al unísono en el momento en que las pirámides color chocolate del templo de Thanjavur aparecieron, majestuosas, asomando sus engalanadas cabezas entre los árboles de la ribera del Cauvery. Estoy casi segura de que la impresión del templo a la luz del atardecer y la experiencia de montar en elefante por primera vez en su vida (por el módico precio de 50 rupias, menos de un euro) les borró a todas de la mente y del corazón la horrible visita a Velankanni, lugar que yo describo como un cruce indio entre Lourdes y Marina d'Or: una gigantesca iglesia situada junto al mar, de un blanco nuclear contra el que reverbera el sol, cegándonos y achicharrándonos en un entorno lleno de cientos (¿miles?) de personas que nos miran, nos sacan fotos, nos ofrecen cosas para comprar, nos piden dinero, etc. Todas querían ir (pese a mis sabios consejos en contra) y todas se arrepintieron.
Tiruchy nos recibió, como siempre, caluroso y caótico, pero yo lo quiero igual, porque es la ciudad que me acogió por primera vez en este país. Como este año el grupo es enorme (12 conmigo) no nos hemos podido quedar en la oficina, como se hace habitualmente y estamos alojados en un centro de formación gestionado por la iglesia católica. Pese a tener baño propio, las habitaciones, para tres personas, son sencillas, casi espartanas, cosa de esperar en este país. Lo malo no es eso, lo malo es, por ejemplo, que aunque cuentan con dos enchufes, sólo funciona uno de ellos, por lo que si cargamos las baterías de las cámaras, los móviles o el portátil, tenemos que defendernos de los (abundantes) mosquitos a manotazos, porque hay que desenchufar el Kill Paff. También está lo de la cucaracha gigante que mató María José el primer día o el ejército de hormigas que, no en hilera, sino en forma de mancha gigante y negra, invade la habitación de Laura, Fina y Vane pese a sus denodados esfuerzos por taponarles las posibles entradas con kleenex empapados en repelente para mosquitos. También está el calor brutal que hace por las noches, lo que, añadido al hecho de que los colchones están forrados de plástico y duros como piedras hace que descansar mínimamente sea misión imposible, sobre todo porque hacia las 4 de la mañana suena una atronadora musiquilla misteriosa, atronando todo el recinto. Eso por no mencionar el baño. Del baño no digo nada, porque una imagen vale más que mil palabras. Por suerte Bobby nos ha comprado limpiabaños y una escobilla y le hemos dado un buen meneo esterilizador. Sigue teniendo casi el mismo aspecto, porque esas manchas están fosilizadas, pero al menos sabemos que está limpio.
El sábado por la mañana salimos hacia Salem, donde PDI e Implicadas desarrollan un proyecto para la erradicación del infanticidio femenino que, como sabréis ya de sobras, es una práctica habitual en numerosas zonas de la India (si queréis refrescaros la memoria, podéis leer la entrada del año pasado sobre el mismo tema). En Salem, concretamente, cada año mueren 200 niñas nada más nacer sólo por el terrible crimen de tener ovarios. Sobran las disculpas y las explicaciones, como siempre, pero la realidad no es más que esa: que son material defectuoso. Creo que la historia que nos relató una de las beneficiarias lo ilustra a la perfección: ella y su marido tenían un hijo y dos niñas más, pero como el niño no tenía muy buena salud, decidieron ir a por otro, a ver si salía varón, no fuera a ser que el único que tenían se muriese y se quedasen sin ninguno. Pero resultó que nació niña y, tras el laborioso trabajo de las trabajadoras del proyecto, accedieron a darla en adopción en lugar de matarla. ¿Por qué no se la quedaron? Porque son pobres y no pueden alimentar otra boca. ¿Si hubiera nacido niño lo habrían dado en adopción? La respuesta llega acompañada de cierta cara de incomprensión, pero clara y sencilla: no. Blanco y en botella....
Pero no todo son historias tristes en el proyecto de Salem. Por ejemplo, está la historia de Saritha, que es trabajadora de base del proyecto y cuya función es realizar el seguimiento de dos bloques (los distritos se dividen en bloques), identificar a las mujeres embarazadas, hablar con ellas y con sus familias para ver si su embarazo es de riesgo y en caso de que lo sea, derivarlas a las trabajadoras sociales y sanitarias para que se realice un seguimiento pre y post natal (hasta 18 meses después del parto). Saritha, cuarta de cinco hermanas, adora su trabajo porque para ella no es solo un empleo: cuando nació, su abuela convenció a su madre para que la matase, le introdujeron un puñado de semillas en la boca y la dejaron sola en casa para que se asfixiase. Por suerte, pasó un vecino, que la salvó y cuando su padre se enteró dijo que esa niña no iba a morir, que la iban a criar. Y por eso, cuando se le presentó la oportunidad de trabajar en el proyecto no se lo pensó dos veces y ahora se siente feliz de poder salvar vidas, igual que salvaron la suya en su momento. Nos cuenta, además, que un día se atrevió a afrontar el tema con su madre, que le dijo que ella la había intentado matar y que ahora, en su trabajo, estaba salvando a niñas como ella. La madre le pidió perdón y le dijo que se sentía orgullosa de su Saritha.
La noche del sábado la pasamos en Yercaud, la estación de montaña que hay a una hora escasa de Salem, a 1.515 metros de altitud, con pijama, mantita y sin ventilador. El año pasado ya os hablé de Yercaud, con su exuberante verdor, sus monos, sus impresionantes vistas, sus cafetales y su lago artificial que montaron los ingleses. Las niñas disfrutaron como enanas y yo también, porque lo que peor llevo de este país (casi lo único que llevo mal, en realidad) es el calor. El domingo también lo pasamos allí, visitando el jardín botánico (que estaba precioso), dando de comer a los monos (voluntaria e involuntariamente, porque son unos ladrones y a la pobre Paula le robaron su botella de Sueroral), paseando, dando una vuelta en las ya famosas (y horribles) pedaletas en forma de cisne... El camino de vuelta se hizo interminable porque, por algún extraño motivo que no he alcanzado a dilucidar, ni nadie se ha molestado en explicarme, hicimos 200 millones de paradas, pero al menos tuvo un final apoteósico que incluyó unos sexy bailoteos por parte de Abu, el hermano de Bobby (que nos acompañó en el viaje, para delicia de más de una, que ya le ha echado el ojo) y exhibición de musculitos por parte de Sahayaraj, que se quitó la camisa y todo. He de decir que hubo momentos en los que temí por la integridad física de más de uno, sobre todo porque siempre viajamos con la puerta del minubús abierta...
¡más! ¡más! ¡queremos más!
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