lunes, 13 de noviembre de 2006

Recién aterrizada y con pelín de jetlag...

Bueno, pues aquí estamos Andrea y yo, en la sala de espera de la puerta 49 del aeropuerto de Montreal, a las 7.56 de la mañana /12.56 en España), después de protagonizar un “Momento Paco Martínez Soria” sin parangón. Pero bueno, empecemos por el principio.

A las 10.45 de la mañana me personé en el aeropuerto de Vigo, donde la pobre Andrea ya esperaba desesperada, porque no se había enterado de que Aire France había cambiado la hora de salida del vuelo y no era a las 12.20, sino a las 12.40. De hecho, me estaba llamando por el móvil. Encima estaba sola, porque su padre había tenido que bajar a Vigo a buscar su abrigo, porque se lo había dejado en casa. ¡Qué burra! No como yo que... me lo había dejado en casa. Allá fue el pobre Moncho, siguiendo los pasos del padre de Andrea ¡y sin protestar casi nada! Pero es normal, a 45 grados a la sombra que hacía, a quién se le va a ocurrir coger el abrigo de pana de cuello alto.

En fin, omitiré los detalles del vuelo a París, salvo por el hecho de que el fulano del microfonito hablaba un perfecto franglés, que no se le entendía nada. París nos recibió gris y lluvioso y no pudimos ni intuirlo en la lejanía. Bueno, intuirlo sí, pero podría haber sido cualquier otra ciudad, Avilés incluido. El tránsito por el Charles De Gaulle ya fue otro cantar. Desde luego, en España nos quejamos de los aeropuertos, pero empiezo a pensar que son de los mejores del mundo. Después de preguntar en repetidas ocasiones y de enseñar el pasaporte y la tarjeta de embarque aproximadamente 5.378 veces, logramos llegar a nuestra puerta de embarque. Eran como las 15.30 hora francesa (14.30 en España) y yo llevaba todo el día con una tortita de arroz e, intuyendo que no nos iban a dar alimento alguno hasta la hora de cenar (intuición que se demostró falsa, ya que nos dieron ni más ni menos que un vaso de agua y un paquete de galletitas saladas de ni más ni menos que 35 gramos, que decidí reservar para un momento de más necesidad, por ejemplo si el barco de ver las ballenas naufragare o fuere a la deriva), se hacía imperioso, decía, la adquisición de un producto alimenticio, por ejemplo, tipo sanchi. Además, Andrea se hacía pis, necesidad también bastante imperiosa.

Búsqueda del baño, cola, pipí en entorno de agradable estilo zen y desagradable pestilencia y búsqueda de sándwich, que encontramos al módico precio de 6,60 €, momento sólo comparable a cuando pagué en Londres 10 libras (cuando la libra estaba a 290 pelas) por ver “Chicken Run”. Me compré el sanchi (de pan de pita con pollo tandoori, lechuga y salsa de yogur, he de añadir), porque cualquier otra cosa era más cara y más engordante y además porque tenía una pinta sólo superada por su sabor. Y cuando ya nos sentíamos a salvo, sentadas tranquilitas y sin molestar a nadie en las sillas de nuestra puerta de embarque, esperando a que avanzase la tremenda fila que forman siempre los pasajeros ansiosos por entrar antes que nadie, como si no tuviesen reservado el asiento, cuando de repente, aparece el nombre de Andrea en uno de los monitores, con un aviso en el que se indicaba que le rogaban que pasase por el mostrador de atención al cliente. Como dicho mostrador brillaba por su ausencia, nos dirigimos al mostrador de tránsito, donde le indicaron a Andrea en perfecto franglés (un idioma muy hablado por esta zona) que faltaban datos necesarios para el embarque, datos que Andrea procedió a facilitar y santas pascuas. Cuando por fin embarcamos, resultó que mis datos también faltaban y se los tuve que indicar allí mismo a la amable joven. ¿Porqué a mí no me pidieron que pasase por atención al cliente? No sé, es un misterio.

El vuelo a Montreal también transcurrió sin grandes incidencias, salvo porque la pantalla personal de Andrea traía censor incorporado, que le iba desconectando la peli cuando no le parecía adecuada, pero por lo demás, he de decir que Air France pasa a desbancar a Lufthansa como mi aerolínea preferida. No puedo decir lo mismo del aeropuerto de Montreal, que nos tuvo secuestrados como 20 minutos en la pista después de aterrizar, cosa que nos causó gran angustia mental y mal rollito en general. A lo mejor los denuncio, a ver qué les saco.

Dejamos los portátiles en recepción y nos encaminamos en busca de un taxi para ir al albergue y darnos una vueltecilla por Montreal, a ver qué tal pinta.

Gran decepción, en Montreal no nieva, es más, tampoco hace tanto frío.

Nos toca un taxista “borrachín y farfullante” (en palabras de Andrea) que también domina el franglés, pero que (contra todo pronóstico) nos deja sanas y salvas a la puerta del albergue, por el módico precio de 35 $ canadienses.

Después de dejar las cosas en nuestra habitación, comernos un trozo del delicioso bizcocho de frutos secos de Andrea y pertrecharnos (someramente, porque tampoco era para tanto) salimos, dispuestas a recorrer las calles del centro de Montreal y descubrimos, mientras yo me fumo en el porche el primer cigarro del día (no está mal, a la 1 de la mañana, maomeno) que SÍ ERA PARA TANTO. Cae una llovizna helada y sopla un vientecillo más bien inquietante que enseguida frustra nuestras esperanzas de turismo nocturno y ni siquiera podemos entrar en ningún café a tomar algo calentito, simplemente porque sólo encontramos restaurantes... eso sí, con muy buena pinta. Así que, de vuelta al albergue, en cuya cocina nos hicimos una infusión de Rooibos que Andrea muy previsoramente había traído. En estado comatoso, bebimos las infusiones y nos volvimos a la cama. Calculo el tiempo que tardé en dormirme en 85 milisegundos.


Servidora fregando afanosamente mi taza en la cocina del albergue.


Bonito altar consagrado a un jugador de hockey. Dice: «"¡El cohete' nos ayudará a ganar la Copa Stanley! ¡Dale un beso, que trae suerte!»


Peculiar cartel pegado en la puerta de la cocina. Dice: "La cocina cierra todos los días de 2 a 4 de la tarde". Estos guiris no saben a qué hora se come ni ná.

Y claro, como nos habíamos acostado a eso de las 21.30 (cual si fuésemos un Luni cualquiera), a las 05.30 teníamos el ojo abierto, así que nos levantamos y nos vestimos (con gran cuidado de no despertar a nuestras compañeras de cuarto) y bajamos a recepción a pedir un taxi. Pero no hizo falta, porque justo en aquel momento había allí un taxista que, según parece, para mucho por allí. El taxista resultó que era chileno (aunque llevaba 30 años en Canadá, porque había venido con su familia cuando era pequeño) y fue un gustazo no tener que practicar el franglés durante un rato.

Una vez en el aeropuerto, recuperamos los portátiles tras abonar la módica cantidad de 5 $ y nos dispusimos a sacar la tarjeta de embarque, porque las maletas ya iban facturadas para Halifax desde Vigo. Y no creáis que la cosa era tan fácil, no. Cualquiera pensaría que con seguir los cartelicos sería suficiente, pero eso sería en el caso de que los cartelicos no desapareciesen de repente por arte de birlibirloque. Preguntamos a un fulano de los que controlan que no lleves un frasco de champú ni nada, no sea que mates a alguien y amablemente nos indica que entremos por la puerta que dice “Sorties A”. Entramos por la puerta, pasamos los controles de los líquidos, nos cachean, nos hacen encender los ordenatas... y de repente nos damos cuenta de que habíamos entrado a la zona de puertas de embarque, sólo que no sabíamos cuál era la nuestra...PORQUE NO TENÍAMOS TARJETAS DE EMBARQUE. En fin, que media vuelta, ar y otra vez todo el proceso. Eso saltándonos la parte en que tardamos mil siglos en encontrar las ventanillas de facturación y otros detalles sin importancia.

En fin, suerte que no hay testigos.

Bueno, nos llaman para embarcar. ¿Qué nuevas aventuras nos esperan?

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Pues nos esperan que nos han perdido las maletas, qué fiesta joglorrio. Por suerte, acabo de llamar al número de reclamación y me han dicho que las han encontrado y que están de camino de Montreal a Halifax y que en cuanto lleguen al aeropuerto nos las traen al hotel. Eficacia canadiense. Porque, por cierto, la culpa de todo la tuvo la tipa del aeropuerto de Vigo, que nos dijo que las maletas iban directas a Halifax, cuando las teníamos que haber recogido en Montreal. En fin, eficacia española.

Pero en realidad, nada de esto importa, porque gracias a Jorge tengo seguro de viaje y estaba mucho más que tranquila, sabiendo que si me tenía que comprar ropa me la cubría el seguiro y porque estamos encantadas de la vida. Ya os dije que Montreal no nos había entusiasmado, posiblemente porque era de noche, hacía un frío que metía miedo y caía una desagradable llovizna helada (modo horizontal). Pero Halifax...

Casi todo el camino en avión lo hicimos sobrevolando una densa capa de nubes, así que no veíamos gran cosa, salvo por un breve claro que nos dejó ver algo parecido a la campiña inglesa a lo bestia. Pero cuando iniciamos el aterrizaje y cruzamos la capa de nubes contemplamos ojipláticas una llanura de kilómetros y kilómetros de bosques de coníferas, salpicados de ríos y lagos, con sus islitas y todo, sin una casa a la vista ni nada que perturbase tanta belleza. De verdad, impresionante. Y tengo fotos y vídeo para demostrarlo.

He aquí la foto que lo demuestra, aunque no le hace justicia al paisaje.

Los más de 30 kilómetros que separan el aeropuerto de la ciudad, los recorrimos en un taxi que parecía sacado de una peli de los hermanos Cohen (tipo Fargo). Bastante viejales, pero con mucho encanto. Además, el taxista era un individuo amable y parlanchín, que nos informó de diversas actividades que podemos realizar en la región, amén de confirmarnos que las posibilidades de ver ballenas son muy buenas... ¡e incluso que no sería absurdo esperar que nevase durante nuestra estancia! ¡Viva el taxista guay!

Siguiendo con el subidón general, Halifax es una ciudad muy bonita, con muchos edificios antiguos de aspecto muy inglés y coloristas casitas de madera tan típicas de la costa noreste de EE.UU. y sureste de Canadá a la que se llega cruzando un bonito puente sobre un estuario. Pasado mañana tenemos la mañana libre, así que nos dedicaremos a callejear (eso creo). Por lo que hemos averiguado, también hay el típico bus de dos pisos que recorre las zonas turísticas, así que si seguimos disfrutando de buen (mal, o sea, sin nieve) tiempo, seguramente lo pillemos.


Calle del centro, con sus edificios de aspecto inglés.


Tratad de ignorar mi cara de cebollino y admirad las bonitas y coloristas casitas de madera.

El hotel está genial, nuestra habitación tiene una cocina equipadísima, con un microondas del tamaño de mi tele ¡¡y lavavajillas!! La nevera hace cubitos de hielo y tó y, por si fuera poco lujo, en el cajón de mi mesilla me encontré un ejemplar de la Biblia y otro del Libro de los Mormones. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?


Después de comer (compartimos una pitta de falafel y otra de humus, ambas con ensalada variada), fuimos a registrarnos a la Cumbre, donde nos dieron una maletita muy mona, con todo el material, que incluye un par de libros que aún no hemos podido examinar en profundidad, pero que prometen mucho. Además, por supuesto, de una identificación con afoto, que procedieron a sacarnos in situ con una webcam, con los resultados que podéis imaginar. No hay documento gráfico, pa reírse del personal rogamos pongan La Hora Chanante.


Maletita muy mona.

Las conferencias de la tarde estuvieron muy bien. La primera (precedida por un par de actuaciones de percusión y bailes africanos) no nos atañía mucho, mucho, porque iba más bien orientada a bancos e instituciones de microcrédito, pero aún así lo que se comentó era interesante. La segunda, en la que participó el reciente premio Nobel de la paz, Mohammed Yunus, fue de lo más interesante y incluso hicimos un par de contactos. Por cierto, entre el público se encontraba, muy discreta ella (va sin retintín), sin guardaespaldas visible y sin hacerse notar, la Reina Sofía.


Mañana tenemos un día completito, completito, desde las 9 de la mañana, hasta las 7.30 de la tarde casi sin parar, con dos conferencias sobre “gender and microcredit” (más específicas, pero paso de buscar los títulos ahora) y una sobre grupos de autoayuda, iguales que los de nuestros proyectos en la India. Y aunque aquí sólo son las 9 de la noche, en España son las 2 de la mañana, así que voy a descansar un poco, que me lo he ganao.

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