miércoles, 22 de noviembre de 2006

Adios con el corazón, que con el alma no puedo

Bueno, con bastante retraso, escribo la última crónica sobre Canadá, aunque, la verdad, entre el desfase horario y la jaqueca–náuseas que tengo encima no garantizo nada del otro mundo. Simplemente comentar que, antes o después, subiré las fotos del viaje a mi Picasa.

Pues nada, al final, la excursión se tuvo que quedar en el recorrido pequeño (o sea, sólo hasta Peggy’s Cove), por culpa de una argentina impresentable que puso de excusa: 1) que le resultaba muy caro (la excursión hasta Lunenburg costaba 80$ y la de Peggy’s Cove 40$), aunque luego se compró unos pendientes de 70$ en una tienda de artesanía; y 2) que tenía que volver pronto porque se marchaba aquella tarde y necesitaba hacer algunas cosas antes. He de hacer notar que cuando volvimos la dejamos en un centro comercial. Que digo yo que hay que ser imbécil de solemnidad para desperdiciar tus últimas horas en Canadá yendo de compras. Tengo entendido que en Argentina hay alguna tienda, pero voy a ver si me confirman el dato.

Pero en fin, qué voy a decir... que era todo tan bonito que cuanto más veíamos, más iba odiando a la argentina en cuestión porque, por su culpa, los demás íbamos a perdernos el resto del día y más de la mitad de lo que hubiéramos podido ver. La naturaleza es impresionante, lleno de bosques y prácticamente sin casas, salvo a las orillas de los lagos y algún pueblo de pescadores en alguna ensenada. La costa de Nueva Escocia es muy intrincada y está llena de calitas con una boca muy estrecha, donde el agua se remansa tanto que parecen lagos. En muchas de ellas hay islotes completamente cubiertos de coníferas, que llegan hasta el borde mismo del agua. Sacamos fotos muy bonitas, aunque no le hacen justicia ni remotamente al original.

Este es un ejemplo de las islas de las que hablo. La foto, obviamente, no es mía, la he robado por ahí

Es impresionante la sensación de ir en la furgo por una carretera flanqueada únicamente por naturaleza y cruzarse con un coche cada 15 minutos. La pena fue que no vimos muchos animales, sólo algunos patos (no sé de qué clase) y barnaclas cariblancas, además de una ardilla roja. Y eso que, al parecer, allí hay de todo tipo de bichos que uno asocia a Canadá: osos pardos y negros, alces, renos, ciervos, lobos, castores, mofetas, mapaches... Pero en fin, de eso no pudimos ver nada.

Nuestro guía era genial y nos iba contando todo el rato cosas sobre la región, desde los orígenes geológicos hasta datos sobre la fauna y la flora, pasando por hechos históricos y cualquier otra cosa.

A medida que nos íbamos acercando al sur, la vegetación se iba haciendo más rala, porque es una zona de suelo muy pobre (por culpa de la última glaciación, que se lo llevó todo) y los abetos crecen “encanijaos”. Además, salen a la superficie enormes rocas graníticas cubiertas de líquenes, que le dan un aspecto “preártico” impresionante.

En cuanto a Peggy’s Cove, es una aldeita de pescadores (langostas, principalmente) diminuta. Llegó a tener 300 habitantes y su propia escuela, pero ahora sólo son 40. La escuela sigue allí, pero la utilizan en verano para actividades culturales. Además, hay uno de los típicos (y abundantes) faros de Nueva Escocia, que es el único que además tiene oficina de correos (en su interior). Por lo que parece, en verano hay cienes y cienes de personas, pero a golpe de mes de noviembre no había casi nadie.


Después de Peggy’s Cove nos volvimos a casa (tras una corta parada en un lugar donde se estrelló un avión de la Swiss Air no sé cuándo) y Andrea y yo aprovechamos lo que quedaba de tarde para visitar el Museo Marítimo, donde tienen, entre otras cosas, una exposición sobre el Titanic y otra sobre “The Halifax Explosion”. Muy brevemente os cuento:

Lo del Titanic se debe a que cuando se hundió el Titanic (a unas 900 millas de la costa) la compañía White Star envió varios barcos desde el puerto de Halifax, a ver si podían rescatar algunos cuerpos. Como la mayoría de los que cascaron eran de tercera clase, las familias no podían permitirse la repatriación, así que White Star pagó para que los enterraran en un cementerio de Halifax, que visitamos antes de salir para Peggy’s Cove. Muchos de los cadáveres rescatados no se pudieron identificar y muchas de las lápidas (bueno, no son lápidas exactamente) están identificadas sólo por un número: el del orden por el que los sacaron del mar. Hay algunas historias terribles, como la de uno de los músicos, a cuya familia la White Star envió una carta diciendo que lamentaban mucho su muerte, pero que desgraciadamente, el tipo en cuestión no les había pagado el uniforme y que hicieran el favor de abonar el precio correspondiente. O la de una madre sueca que murió con sus cuatro hijos de entre 7 y 2 años, cuando iban de camino a reunirse con el padre de la familia, que había emigrado 2 años antes y por fin había reunido el dinero necesario para mandarlos a buscar. En fin, muchas historias tristes.

Lo de la explosión de Halifax es una historia terrible de la Primera Guerra Mundial, de la que nunca había oído hablar y que os resumo brevemente (más datos en español). Fue la mayor explosión de la historia hasta que se inventó la bomba atómica y se produjo al chocar dos barcos en la boca del estuario (muy estrecha, como la de Ferrol), uno de los cuales llevaba más de 3.100 toneladas de combustible y municiones. El choque no fue muy terrible, pero las chispas que generaron las partes metálicas de los barcos, prendieron fuego al combustible y se inició un incendio. La tripulación abandonó el barco, dejándolo a la deriva, de manera que cuando hizo explosión, estaba muy cerca del puerto y arrasó media ciudad. Murieron 1.600 personas en el momento, pero muchos cientos quedaron sin casa, con tan mala suerte que vino una tormenta de nieve brutal y murieron muchas más, por no tener dónde refugiarse. También hubo miles de heridos.

En fin, unas historias muy agradables.

Nuestro último día en Canadá transcurrió casi todo entre aviones y aeropuertos, pero aún tuvimos tiempo de madrugar y visitar un Farmer’s Market que hay los sábados en Halifax, donde se venden productos artesanales y de agricultura biológica. Era muy interesante, porque además estaba dentro de un edificio de piedra muy antiguo, que fuera de una destilería de sidra. Muy bonito y muy concurrido.

Por último, hicimos escala en Montreal y, como teníamos 7 horas, bajamos hasta la ciudad y pudimos verla un poquitito, aunque no mucho, porque cuesta orientarse en una ciudad desconocida, sobre todo cuando anochece (cosa que en Canadá, en invierno, ocurre muy temprano). Aún así, conseguimos darnos un paseo por el Quartier Latin, todo iluminado para Navidad (sí, un poco adelantaos), que daba gloria verlo. También vimos desde el bus muchos edificios imponentes, posiblemente de la universidad, así como varias iglesias tamaño catedral, pero no lo pudimos grabar, porque reflejaba el cristal.

Os ahorraré los detalles del viaje de vuelta, porque fue una horrible pesadilla, así que mejor os dejo y me voy a comer, que son las 3 y falta me hace.

¡Hasta el próximo viaje!

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