lunes, 6 de septiembre de 2004

De vuelta en la vieja Europa

Sentada en una sala de espera de la terminal internacional del aeropuerto de Frankfurt, con unos pantalones de loneta y una camiseta de algodón de manga corta, sólo los tatuajes de henna de mis manos pueden indicar que hace pocas horas mis ahora limpias sandalias (he ido al baño a lavarlas) y mis aún hinchadísimos pies estaban cubiertos del polvo de las calles de Tiruchy y Chennai.

Esto que estoy escribiendo ahora en el portátil de María no lo podré publicar hasta que llegue a casa, pero me ha parecido una buena forma de matar las casi 10 horas de enlace que nos toca chupar aquí.

Aunque empezó con mal pie, el viaje de Tiruchy a Chennai fue mucho mejor que el de llegada. Seguramente porque yo no llevaba 13 horas de avión encima del cuerpo y seguramente también porque todo ya era un poco familiar para mí.

Digo que la cosa empezó con mal pie, porque salimos de casa olvidándonos una de las maletas (concretamente, mi trolley de cabina) en el rellano de la escalera. Menos mal que todos los vecinos habían salido a despedirnos, se dieron cuenta y nos llamaron al móvil de Ambalavanan cuando aún estábamos llegando a las afueras de Tiruchy, así que la cosa no supuso mucho retraso.

No sé si por mi envergadura culil o por deferencia hacia “la nueva”, me dejaron sentarme junto al conductor, cosa que yo intenté aprovechar para sacar alguna foto. Empecé por el río Cauvery lleno de agua, pero la verdad es que la cosa fue un fiasco, porque no encontré ángulo por la velocidad del coche y porque el puente tenía un murete de piedra bastante alto. El resto de las fotos también fue bastante fracaso, salvo en las ocasiones en las que el conductor, muy solícito, aminoraba la velocidad o directamente paraba, para que yo pudiese despacharme a gusto. Lo malo fue que como me daba apuro que parase por mi culpa, pues dejé de hacer fotos, salvo en los momentos en los que parábamos por algún motivo determinado.

Los 320 kilómetros que separan Tiruchy de Chennai tienen un paisaje bastante uniforme. La tierra es llana y roja. Hay árboles a los bordes de la carretera casi todo el rato y se ven bosquecillos de palmeras y zonas de arbustos espinosos (el famoso bush donde me metí a pincharme los pies y a sacar un fiasco de foto a unas vacas). También algunos campos de cultivo bastante grandes, pero no he podido identificar de qué eran. A veces, algún otero rojizo y pelado de cima achaparrada. Y de vez en cuando, cruzamos alguna aldea o ciudad. Incluso cruzamos una bastante grande en la que había un mercado que parecía muy animado. Por desgracia no nos pudimos parar, pero me hubiera gustado.

A lo largo de todo el camino se ve gente que camina al borde de la carretera. Gente de todo tipo: hombres guiando carros de bueyes (otra de mis fotos frustradas), mujeres con grandes cántaros de agua, niños que van en grupo a la escuela, familias que no se sabe a dónde van, mujeres solas o en grupo, hombres en bicicleta... Precisamente, tuvimos un «pequeño incidente» con un hombre que iba en bicicleta, con una chica sentada atrás (recordemos que en la India las mujeres se sientan de lado en las bicis y motos) al que le pareció buena idea cruzar la carretera nacional a ritmo de gallina justo cuando veníamos nosotros a nuestra «velocidad punta» de 100km/hora. Yo me llevé un susto de muerte porque como iba delante tuve un privilegiado primer plano de la cara de horror de la chica al ver como irremisiblemente nos echábamos encima de sus piernas. Yo estaba convencida de que se las habíamos roto, pero no. Hubo suerte. Llevamos a la chica a un dispensario que por suerte había cerca donde le curaron las heridas y le pusieron la antitetánica y se marchó por su propio pie, así que espero que pronto se le pasen los moratones y se ponga bien.

Este fue el incidente más destacable del viaje, aunque en Chennai (donde, por increíble que parezca el tráfico es peor que en Tiruchy) tuvimos una rascada con otro coche, aunque ni nuestro conductor, ni el otro se molestaron en bajarse a mirar si había sido mucho la cosa.

Además de eso, paramos a desayunar unas dosas gigantes (son unas tortas parecidas a las filloas o a las crêpes que se comen acompañadas de cosas picantes, pero yo las tomo solas) en un bar de carretera, que según me pareció, era bastante «lujoso» para los estándares indios. Ahí hubo un detalle que no me gustó nada, porque el conductor no se sentó a la mesa con nosotros, sino en otra, separado. No sé si es que le apetecía estar solo y a su bola un rato o es que no se consideraba digno de nuestra compañía...

A mitad de camino, paramos a beber unos cocos que le compramos a un hombre que los vendía al borde de la carretera, lo cual es una cosa bastante frecuente. Se busca una sombrita al borde de una carretera principal, y allí se queda uno, con su carretilla llena de cocos y su machete, esperando a que pare alguien. Lo de los cocos es genial, porque tienen muchísima agua que siempre está fresquita y que además tiene la ventaja de ser completamente segura, libre de amebas, parásitos y otras cacolas perjudiciales p’al cuerpo humano. Para beberla se utiliza el sencillo procedimiento de pegarle un machetazo al coco en la parte de arriba, haciendo un agujero pequeñito por el que se mete una pajita. Cuando se acaba el agua, de otro machetazo se abre el coco por la mitad, para ver si tiene algo de pulpa y comerla con una cuchara, porque está muy muy tiernecita. Porque no he explicado que los cocos que se beben son los que aún están verdes («tender coconut») y cubiertos por una gruesa piel carnosa de color verde, parecida a la de las nueces. Esa cubierta es la que, al madurar, se va quedando hecha unas fibras marrones que después se usan para hacer esteras, bolsos, etc.

A lo largo del camino, sobre todo en puntos cruciales como puentes, pasos a nivel, etc. se ve bastante gente vendiendo cosas, sobre todo frutas y frutos secos (anacardos, principalmente, porque TamilNadu es el primer productor mundial). Tuvimos la «mala suerte» de tener que parar en un paso a nivel. Digo la mala suerte porque cuando vinieron los vendedores de fruta (mujeres y niños que vendían guayabas y anacardos) y vieron que en el coche aquel iba una guiri se montó semejante remolino alrededor que tuvimos que cerrar las ventanillas porque un niño tenía ya medio cuerpo dentro del coche. El niño repetía una palabra continuamente, pero yo no sabía lo que quería. Luego me enteré de que me pedía un bolígrafo y me quedé muy triste, porque yo llevaba tres en el bolso y no me hubiera costado nada dárselos. Es que aquí, a los niños lo que más les gusta en el mundo es un bolígrafo.

La última parte del viaje se hizo pesada, porque a medida que nos acercábamos a Chennai el calor y la humedad se iban haciendo insoportables y la ropa y el pelo se me pegaban al cuerpo. Para que os hagáis una idea del calor que hacía (aunque el cielo estaba cubierto) os diré que entrando en Chennai llovió un poco durante unos 10 o 15 minutos y cuando llegamos, las maletas que iban en la baca estaban completamente secas. Además, el tráfico de camiones se empezó a hacer densísimo (Chennai tiene 6 millones de habitantes) y el humo y la carbonilla entraba constantemente por la ventana y se me quedaba pegado a la piel y se me metía en los ojos. Cuando llegamos y nos metimos en un bar a comer, corrí a lavarme la cara, porque ya parecía un maquinista de tren del siglo XIX.

Y bueno, básicamente ese fue el viaje, porque de Chennai poco vi. La estación de tren es impresionante, preciosa. Bobby nos sacó una foto a María y a mí a la puerta, pero no sé aún qué tal habrá salido. También vi parte del centro de la ciudad y todas las afueras, claro. Los suburbios de las afueras no se diferencian en gran cosa de las de Tiruchy, salvo porque son muchísimo más grandes, pero el centro sí. En el centro de Chennai hay grandes edificios modernos y se ven bastantes mujeres vestidas a lo occidental y sentadas a horcajadas en las bicis y en las motos, aunque yo diría que no más de un 15 o 20 por ciento. Pero ya es algo.

Me quedé con ganas de acercarnos al puerto, que es muy importante y lo ha sido a lo largo de la historia y a la playa, porque es la segunda más grande del mundo, pero al final no pudo ser. El problema fue que Manimekalai (la mujer de Ambal) estaba casualmente en Chennai por un congreso de su trabajo y entre que llegamos súper tarde, fuimos a la agencia de viajes a que María confirmase su billete y nos logramos reunir con Manimekalai, pues se nos hizo de noche (aquí anochece tempranísimo por estar tan cerca del ecuador).

Así que pasamos el resto del día en una habitación de hotel que pillamos por unas horas para que María y yo nos pudiésemos cambiar y lavar para el viaje. La habitación me resulta difícil describirla, pero os aseguro que no se parecía en nada a lo que nosotros entendemos por hotel. Me dio un poco de mal rollo ducharme en el baño del pasillo, porque el pestillo no cerraba bien y me agobiaba pensar que pudiese entrar alguien. Por suerte no ocurrió :-)

Al ponerme la ropa que llevo ahora me sentí muy triste porque fue como la última despedida de la India y cuando bajamos a cenar a un restaurante cercano me encontré fuera de lugar entre tanto sari (María no tenía ropa española, así que se puso un sari grueso que le había regalado Vinay en Karnataka), como descolocada.

Y poco más. La despedida en el aeropuerto fue muy triste y yo, como siempre, me eché a llorar como la Magdalena, aunque conseguí aguantar hasta que fuimos para la cola de entrada y así no me vieron ellos. Es que encima, en el aeropuerto no se permite entrar a nadie que no tenga billete, así que nos tuvimos que decir adiós allí en el cochino aparcamiento. Y encima, con la manía esa que tienen los indios de no tocarse, sólo nos pudimos dar la mano lacónicamente. Menos mal que Bobby le echó un par y nos dio un abrazo como Dios manda.

Por si fuera poco y me estuviese resultando fácil aguantar la lagrimita, en el último momento Bobby sacó de la nada un gran (y muy pesado, por cierto, qué horror) paquete de regalo para mí. Me ha dicho que no lo abra hasta estar en España, pero yo ya sé que es: una caja entera de mini tetrabriks de Frooty. Al final no me consiguió el barril, pero se ha quedado bastante cerca.

En fin, pronto nos tocará embarcar, así que voy a cortar el rollo. Ahora a rezar a San Cucufate para que no nos pierdan el equipaje.

Blanca

PD: Esta postdata la añado en el momento de publicar esto: nos perdieron un bulto a cada una, aunque por suerte aparecieron a los dos días.

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