viernes, 25 de septiembre de 2009

Bollywood

El séptimo arte no es lo mío, es evidente, pero aquí os dejo un pequeño video musical con algunos momentos de la última visita a la India. Yo apenas salgo, pero es que estaba detrás de la cámara. Pero bueno, así podréis ponerles cara a "mis niñas".

¡Ah! Está partido en dos porque Youtube no admite videos de más de 10 minutos y este dura 13 y medio.




viernes, 14 de agosto de 2009

Flores y adioses

La carretera que lleva a Yercaud, una estación de montaña cercana a Salem, es una cinta de asfalto que serpentea entre un exuberante bosque poblado de multitud de macacos y plantas trepadoras que se enroscan en torno a los troncos de los árboles, desplegando todo el colorido de sus flores amarillas, naranjas, azules y violetas. A medida que la furgoneta sube, renqueando, hacia los 1.515 metros de la cima, el aire que entra por las ventanillas se va haciendo cada vez más fresco y la fascinación de las niñas por el lujuriante paisaje que se extiende a nuestros pies crece, alcanzando casi el éxtasis cuando las primeras gotas de una tormenta monzónica empiezan a caer, empapándolo todo y refrescando el ambiente hasta el punto de que algunas se echan un chal sobre los hombros y esa noche, dormimos tapadas con una manta y con los ventiladores apagados.

Foto parcial de las vistas. No les hace justicia, claro.

En Yercaud hay tantas flores que el aire está lleno de perfume y, mientras nos abrimos paso por la pista que transcurre entre bosques, cafetales y plantaciones de banano, las fragancias se cuelan por la ventanilla de la furgoneta, igual que en Tiruchy alternan los olores a incienso, basura, jazmines frescos, especias, alcantarillas o comida. Nos detenemos en un mirador con unas vistas impresionantes de la ladera de la montaña, en la que cuelga un pueblecito rodeado de campos verdes y bosques, y de la enorme llanura que se extiende a lo largo kilómetros y kilómetros con sus palmerales y sus campos de arroz, de un verde tan intenso que parecen de mentira.


Jardín botánico.

Dos de los grandes atractivos de la estación de montaña son el jardín botánico y el lago. El primero resultó algo decepcionante porque, aunque era grande, no estaba bien cuidado y muchas plantas no daban flor o no tenían el mejor de los aspectos (a mí me dieron un poco de pena) y nos quedamos bastante chafadas al entrar en el vivero de las orquídeas... donde no había ni una sola florecida. Sin embargo, el lago cumplió todas nuestras expectativas que eran, básicamente, darnos una vuelta en las horribles pedaletas-cisnes. Sin embargo, una vez en el lago nos dimos cuenta de que la combinación ejercicio más sol del mediodía de plano en la cabeza no era muy recomendable, así que no llegamos a agotar la media hora que habíamos pagado.


Pedaletas-cisne, el summum de la elegancia lacustre XP

La verdad es que, después de la visita, debo decir que, en realidad, los dos grandes atractivos de Yercaud son el paisaje y la temperatura. Y esta última se aprecia especialmente cuando, a medida que vas desandando las curvas de horquilla de la carretera a Salem, el aire se va haciendo más y más caliente y se te empieza a llenar la frente de gotas de sudor, aunque ya esté casi anocheciendo.

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Pues nada, se acabó lo que se daba. Ayer visitamos la universidad de Bharathidasan, donde Manimekalai (la mujer de Ambal) dirige el Centro de Estudios de la Mujer e imparte un postgrado y charlamos con sus alumnas, y por la tarde nos reunimos con trabajadores y beneficiarios de un proyecto para la prevención de la transmisión del SIDA/VIH entre madres e hijos, pero dentro de menos de dos horas salimos para Chennai y tengo la maleta sin hacer, así que se me echa el tiempo encima. El día de ayer incluyó también una visita inesperada al dentista porque a la pobre Sara le están saliendo torcidas dos muelas del juicio y tiene la cara hinchada y le duele. También incluyó tres horas de compras intensivas (en las que yo no compré nada), tatuajes de henna para casi todas, una cena en casa de Ambal y una tormenta monzónica de padre y muy señor mío, que nos pilló llegando a la cena y que no paró hasta que ya nos habíamos acostado todas. Al principio la lluvia nos alegró muchísimo y estábamos encantadas ante la perspectiva de caminar manzana y media hasta la furgoneta (que no cabe por la calle de Ambal o, mejor dicho, no puede dar la vuelta), pero la cosa dejó de tener gracia en el momento que cruzamos el primer charco gigante de agua de color indescriptible y dudosa procedencia. Digo dudosa por decir, dado que el charco estaba al lado de la alcantarilla (recordemos que aquí son como cunetas, no subterráneas) y las alcantarillas estaban todas desbordadas. La repetición de la experiencia (dos veces más) no la mejoró en absoluto y he de decir con toda sinceridad que es, muy probablemente, la cosa más asquerosa que he hecho en mi vida.

Pero bueno, han pasado 15 días y lo han hecho como un rayo. Ha sido muy bonito compartir esto con las voluntarias de Santiago (AlbaC, Kitty, Sara y Tatiana), que son tan entusiastas y tienen tanta fuerza, pero también con Ania, que se ha unido a su grupo a raíz del curso; o con MaríaC, que lleva unos meses en el grupo de Vigo y seguro que esto le dará fuerzas para trabajar mejor con la falta que hace en Vigo; o con AlbaR y MaríaF, a las que no conocía de nada antes del Vanakkam y que ya son mis amigas. Hemos hecho firme propósito de montar una quedada para mediados de octubre y la verdad es que ya me tarda. Espero que no quede la cosa solamente en palabras.

Había pensado concluir la crónica de esta visita con un bonito párrafo que resumiese lo que me llevo y lo que me ha hecho sentir este viaje, pero creo que no se merece que lo resuma. Adiós, Tiruchy. Poyitu varen!

jueves, 13 de agosto de 2009

De niña a mujer

Mil cincuenta niñas por cada mil niños. Ese es el equilibrio natural de la especie humana, pero en el distrito de Salem solamente hay 975. Las niñas no valen para trabajar, no dan más que problemas, hay que correr con los gastos de la boda, hay que pagarles la dote. Estos son algunos de los tópicos que se usan para justificar, o al menos explicar, el infanticidio femenino, achacándolo a la incultura y a la pobreza, cuando en realidad no tiene mucha más explicación que el más puro y atroz de los machismos, como demuestra el hecho de que también se practique en la clase media y que en muchos de los estados más ricos la prevalencia sea mayor.

No es ningún secreto que las matemáticas y yo no nacimos para amarnos, pero no hace falta ser John Nash para darse cuenta de que en un país con 1.100,000.000 de habitantes, las niñas asesinadas se cuentan por millones. Millones de niñas muertas todos los años a manos de quienes deberían protegerlas, quererlas y cuidarlas. Un genocidio en toda regla y sin embargo, el mundo vuelve los ojos hacia otro lado, como si no fuera para tanto y una no puede dejar de preguntarse si la cosa sería igual si en lugar de niñas fuesen niños los bebés asesinados por el único crimen de tener una combinación de cromosomas inconveniente.


El proyecto de PDI, nuestra contraparte, e Implicadas en Salem es diferente. Diferente a los que habíamos hecho hasta ahora, porque su objetivo principal es la erradicación del infanticidio femenino. Diferente de los de otras organizaciones e instituciones que trabajan en Tamil Nadu para acabar con esa práctica porque no se queda en la sensibilización (por importante que esta sea), sino que facilita las herramientas para que el cambio sea posible.

El feminicidio está penado con 10 años de cárcel y 15.000 rupias de multa (unos 250 €: el precio de una nevera, aproximadamente el salario de un año de un jornalero pobre o un mes para una persona de clase media), pero la comunidad no denuncia estas situaciones, igual que en el rico y civilizado occidente no denuncia las palizas de muerte que tantos maridos propinan a sus mujeres. Y es evidente que las madres no quieren matar a sus hijas, pero a menudo la presión de sus maridos y, sobre todo, sus familias políticas es brutal y no tienen a nadie que las apoye en su postura. Ahí es dond entran las trabajadoras de PDI, que a diario recorren las aldeas y los barrios del proyecto para identificar a las mujeres embarazadas, evaluar qué casos presentan condiciones de riesgo y mediar con las familias para que, en caso de que nazca niña (está prohibido rebelar el sexo del bebé en las ecografías, aunque siempre hay médicos corruptos) no la maten o, si les resulta imposible mantenerla, la den en adopción. Todas las mujeres embarazadas de la comunidad beneficiaria son objeto de seguimiento desde el tercer mes de gestación hasta medio año después del parto y reciben atención médica con regularidad (fundamentalmente en centros públicos) durante todo el embarazo. Así, de 60 casos de riesgo en lo que va de proyecto (casi dos años, en los que han nacido 340 bebés en total), 45 niñas permanecieron con sus familias y 15 fueron dadas en adopción. Ni una sola muerte.


Nos sorprende a todas, después de reunirnos con el personal y con algunas beneficiarias, los increíbles resultados conseguidos en tan poco tiempo. Todas íbamos preparadas para lo peor, sin embargo, las historias que escuchamos hablan de superación y finales felices. Como la de Eswuri, que tiene dos niñas y que sufría la presión constante de sus suegros para que les diese un nieto (si el embarazo resultaba en niña, no había más que matarla y seguir probando suerte), mientras que ella estaba más por la labor de ligarse las trompas. Gracias al trabajo de sensibilización del proyecto, Eswuri pudo contar con en apoyo de su marido, juntos dijeron "hasta aquí hemos llegado" y se marcharon de la casa de los suegros (en la India es habitual que, al casarse, la mujer se mude a vivir con la familia del marido) a vivir su propia vida, con ligadura de trompas incluida. Ahora Eswuri está en un grupo de ahorro, ha recibido un curso de fabricación de productos de limpieza y un crédito con el que ha montado su propio negocio.

Los grupos de ahorro también son diferentes en este proyecto. Primero porque se da prioridad para entrar en ellos a las mujeres con embarazos de riesgo (riesgo de asesinato, se entiende) y segundo, porque aquí la componente de apoyo mutuo entre sus integrantes es mucho más fuerte todavía. Kalarm, líder comunitaria y beneficiaria del proyecto, nos cuenta dos historias: la de una mujer que al nacer su tercera hija sufría tremendas presiones de su familia política para que se deshiciera de ella y la de otra madre, coaccionada para que matase a su única hija, que nació con una deficiencia psíquica. Pero sus compañeras del grupo de ahorro no lo iban a consentir: todas juntas se plantaron en las casas de las respectivas familias y convencieron a los suegros, comprometiéndose a ayudar a la manutención de esas niñas cuando fuese necesario. Y así lo hacen.


El proyecto tiene, además, un centro de asistencia a la mujer al que las beneficiarias pueden acudir para obtener asesoría para sus problemas y asistencia legal, por ejemplo, en casos de divorcio, repudio, bigamia o conflictos en herencias (un tema peliagudo porque, aunque hace bastantes años que las mujeres son herederas legales, este derecho se les sigue negando con frecuencia). El proyecto se completa con los programas de planificación familiar y de generación de ingresos, en el que se proporciona formación profesional básica (sastrería, artesanía, etc.) y un microcrédito que permita iniciar un pequeño negocio.

Así, con las historias de Uma Dhevy, Shanti, Rani, Sumetha, Sangeetha, Joddi o Bria, todas ellas mujeres luchadoras y valientes que se han enfrentado a todo por la vida de sus hijas y por mantener a sus familias, partimos hacia Yercaud, la estación de montaña en la que pasaremos la noche y el día siguiente. Y donde esperamos, además, pasar algo de frío.

martes, 11 de agosto de 2009

De elefantes y de reyes

El domingo nos subimos a la furgo y nos vamos a Thanjavur, a visitar el Gran Templo, donde las niñas esperan poder subirse a un elefante. La hora y pico de camino nos la pasamos cantando un repertorio tan variado que incluye cosas como "Berberecho", de Rosendo, "Los peces en el río" o "Catro vellos Mariñeiros".

Me abstendré de describir el calor abrasador que desprenden las losas de piedra del templo porque ya es un tema recurrente en mis crónicas de la India y porque, además, la experiencia es un grado y esta vez tuve el buen sentido de avisar a todas de que llevasen calcetines. El templo estaba llenísimo de gente y, una vez más, "disfrutamos de la Angelina Jolie experience" cuando un padre se nos acercó para pedirnos que nos sacásemos una foto con sus hijas o cuando, en la cola para visitar el altar principal, una señora se me quedó mirando fijamente durante 5 minutos, con su cara de alucinada a unos 30 centímetros de la mía. Hubo compras, pero no paseo en elefante, porque estaba guardadito (o mejor, guardadita, que era una elefanta) en su corral, aunque al menos las niñas pudieron fotografíarse con ella.



A eso de la una y media huimos del calor abrasador que hace que hasta Bobby me pida una toallita de bebé para enjugarse el sudor, refugiándonos en un restaurante pijolas con aire acondicionado donde nos sentimos un tanto raras comiendo sentadas en sillas y bebiendo en vasos de cristal, aunque al menos nos resistimos a utilizar los cubiertos, que no acabamos de asociar a la comida india.

Comidas, bebidas y refrescadas, nos dirigimos al palacio del rajá donde, por increíble que parezca, siguen viviendo un buen número de integrantes de la familia real que, aparentemente, todavía no se han enterado de que la India es una república. Tenemos guía y todo, un viejales vestido con camisa blanca y lunghi al que apodamos "El Entusiasta" porque nos muestra todas y cada una de las cosas que hay en el palacio, ametrallando a 150 palabras por minuto, palabras que yo tengo que traducir y de las que entiendo aproximadamente un tercio. Eso cuando logro dirimir si las que no comprendo son nombres en tamil de dioses, dinastías y animales mitológicos o simplemente consecuencia de su pronunciación surrealista.




El palacio en sí debió de ser impresionante en sus días, aunque ahora está bastante deteriorado, el pobrecillo. Son interesantes de ver algunos objetos que se conservan en el museo, aunque "El Entusiasta" nos arrastra de una vitrina a otra a una velocidad tal que casi no nos da tiempo de enterarnos de si el objeto en cuestión es un cetro real o un pincho para domar elefantes.

Son las 7.40 y me quedan 20 minutos para ponerme el sari y bajar a colgar esto en el blog, porque a las ocho nos vamos para Salem, donde tenemos el proyecto contra el infanticidio femenino y luego a Yercaud, una estación de montaña donde todas ansiamos que se cumpla la promesa que nos han hecho de que pasaremos frío, así que os dejo. Muchos besos para todos y hasta la próxima crónica.

lunes, 10 de agosto de 2009

Esos locos bajitos

Rajid tiene 12 años y unos ojos negros, enormes y brillantes que sonríen y nos cuentan tanto como su boca. Vive en el suburbio de Jail Pettai, donde las casas están hechas de hojas de palma trenzada y una montaña de neumáticos viejos recibe al visitante. Rajid se sienta en el suelo, rodeado de sus amigos, en el alpendre donde, desde hace un año, se imparten las clases de apoyo del nuevo proyecto, aunque hace tan solo doce meses, al volver del colegio se dedicaba a escalar la montaña de neumáticos con los mismos niños que hoy se sientan a su alrededor. Pero Rajid no es como los demás, Rajid mueve multitudes y por eso Gayalakshmi, trabajadora del proyecto, se acercó a él un día y le habló de las clases de apoyo y le preguntó si le gustaría formar un grupo con sus amigos para mejorar su educación por las tardes. Ahora ya no hay niños trepando por la montaña de caucho porque Rajid, como él nos cuenta, se sintió honrado y atraído por el reto y la responsabilidad y fue reclutando a sus "compinches". Pero Rajid no se siente satisfecho. Y es todavía no ha reclutado a suficientes. O eso dice.

Rajid, de pie en el centro.

Shakila tampoco se siente satisfecha aunque sea la primera de su curso y la única de las clases de apoyo que sea capaz y se atreva a intercambiar con nosotros unas cuantas frases en inglés. Shakila no se siente satisfecha porque sabe que puede sacar aún mejores notas, pero también porque su padre no le deja hacer nada, ni siquiera asistir a los campamentos urbanos de verano que organiza el proyecto, donde los demás niños juegan, aprenden manualidades y hábitos de salud e higiene. Se le borra la sonrisa de la boca cuando nos cuenta que un día, al volver del colegio, la atropelló un coche y le rompió una pierna y que por eso su padre ya no la deja salir de Jail Pettai más que para ir al colegio. Pero Shakila merece más y vale para mucho más, por eso le digo a Bobby que hay que hablar con su padre para cambiar esta situación y a Shakila se le llenan los ojos de lágrimas ante la perspectiva de poder ser, además de la primera de la clase, una niña más.

Anita, futura médica, y la peque asustadiza que ya no se asusta.

De lágrimas se les llenaron los ojos a MaríaC y a Ania durante nuestra visita a una escuela de adaptación para niños trabajadores. Niños tan pequeños que parece inimaginable que hayan conocido otra cosa en la vida que no sea jugar y jugar. Pero no es así. Kumar, que con 12 años aparenta ocho, llevaba ya dos trabajando en un taller mecánico cuando el año pasado se integró en esta escuela: de ocho de la mañana a ocho de la tarde cambiaba baterías y reparaba neumáticos pinchados por 600 rupias (menos de 10 €) al mes. Kumar vive al lado de una comisaría y de mayor quiere ser policía, para ser grande y fuerte y atrapar ladrones, pero de momento lo que más le gusta es bailar, cosa que nos demuestra con gran entusiasmo, al ritmo de las canciones de sus compañeros. Compañeros como Anita, de 13 años, que quiere ser médica y antes limpiaba casas con su madre, con la que tuvo que huir de la suya porque su alcoholizado padre las usaba de saco de boxeo; o Mohammed, de 13 años, al que le gusta tanto la escuela que se quedaría a vivir en ella; o Uma, de ocho años, que se quedaba en casa a cuidar de sus tres hermanos pequeños mientras su madre iba a trabajar y a la que le encantan las matemáticas; o Gayalakshmi, tan pequeñita que cabría en un cesto y que se pone a hacer pucheros en cuanto le pedimos que se acerque para hablar con ella.

Rajid, Shakila, Kumar, Anita, Mohammed, Uma, Gayalakshmi. Niños normales como otros cualquiera que apenas han vivido una década pero que cargan a sus espaldas un peso grande como el de la Tierra. Niños que sonríen mientras cuentan cosas que nos encogen nuestro corazón de niñas que crecieron con su ColaCao, sus patines y su abeja Maya y protestaban por tener que ir al colegio. Niños que, por primera vez han encontrado una oportunidad en la vida de dar una patada en el suelo y decirle al mundo "aquí estoy yo y os vais a enterar". Niños que, quizá, en el futuro, cumplan su sueño de ir a la universidad y salir del círculo de pobreza que los atenaza desde antes de nacer, al igual que lo han conseguido otros que también pisaron con sus pies descalzos el suelo de las escuelas en las que hoy estudian ellos.

sábado, 8 de agosto de 2009

On the road again

Uno de los cuatro ventiladores no funciona y otro va muy despacio. Me he quedado sin agua a medio ducharme y me han picado ya dos mosquitos, pero pese a todo Tiruchy es mi Tiruchy. Ayer por la tarde, después de haber visitado un taller-escuela de costura que se traslada cada seis meses de una aldea a otra y de habernos dado un paseo en barca por el río, hicimos las maletas y dejamos Karaikal. Alba R lloró como la Magdalena y las demás se aguantaron por vergüenza torera, pero sufrieron, todas ellas, un repentino ataque del síndrome de Candy Candy*.

Esperando por la barca.

La carretera de Karaikal a Trichy discurre entre aldeas y arrozales, acompañada casi todo el tiempo por uno de los afluentes del Cauvery, que aparece y desaparece a mi izquierda, mostrándome estampas de documental: mujeres lavando saris, niños bañándose y jugando entre gritos, un santón solitario haciendo sus rituales de purificación... Pese al calor que derrite los huesos (y que yo, por suerte, no noto porque el coche de Ambal tiene aire acondicionado, lo cual me hace sentir muy feliz, aunque algo culpable por mis pobres niñas, que van cocinándose en su propio jugo en la furgoneta), la gente sigue con su vida normal: conducen al ganado, caminando al borde de la carretera; trabajan construyendo sus casas o las de otras personas; los niños juegan al cricket en explanadas de tierra tan endurecida por el sol que sus pies descalzos no levantan polvo al correr y las mujeres caminan hacia casa con grandes cántaros de metal llenos de agua sobre la cabeza. Veo aves rapaces sobrevolando los arrozales o lanzándose en picado al río para atrapar una presa y, entre los matorrales, distingo el brillo verdeazulado de un pavo real, que aquí son silvestres y abundantes.

Montaña de cáscaras de coco

El sol se pone, enorme, anaranjado y majestuoso, perfectamente perfilado entre la neblina que crea el bochorno y cubre el horizonte, pero aún nos falta más de hora y media para llegar a Tiruchy, que nos recibirá ya de noche cerrada, pero con una enorme luna, casi llena. El aire de la casa es como el de un horno de leña y los ventiladores no logran mejorar el ambiente demasiado, pero después de cenar (paneer masala, gobi 65, naan de mantequilla, pollo tikka y noodles, algunas de mis exquisiteces favoritas, aunque las niñas encuentran algunas demasiado picantes) subimos a la terraza a mirar las estrellas y a disfrutar de la brisa mientras charlamos, nos echamos un cigarrito y esperamos turno para la ducha y nos envuelve el silencio y el fresco de la noche. Sí, he dicho el silencio, porque la oficina de Tiruchy está a las afueras de la ciudad, rodeada de un bosquecito de árboles espinosos y por la noche solo se oye a los pájaros, las ardillas, los perros de los vecinos y, como anoche, algún tren que pasa camino de la estación (Tiruchy es un importante nudo ferroviario) haciendo sonar el silbato, con un sonido que a mí siempre me resulta de lo más evocador.

Son las nueve y media y se me hace tarde para desayunar. Espero poder escribir de nuevo mañana. No os perdáis las crónicas en el blog de Implicadas.

Feliz cumpleaños, Moncho :-)

*Para los que no recuerden o no hayan tenido el placer de disfrutar de tan excelsa serie, se trataba de unos dibujos animados japoneses del género "dramón", cuya protagonista se pasaba la vida yendo de desgracia en desgracia con sus coletas y sus enormes ojos de dibujo manga, siempre con un brillo acuoso y una lagrimilla a punto de caer. Para más datos, mirarse la Wikipedia, que para eso está.

viernes, 7 de agosto de 2009

It's too damn hot

Viernes 7 de agosto y yo casi ni me he enterado de que estoy aquí, aunque al mismo tiempo parece que llevo muchísimo más de 5 días en el país. Ayer llegó, por fin, Bobby, a la que no había visto todavía porque estaba no sé donde en un curso. Bobby, que me recibe con una sonrisa de oreja a oreja desde lo alto de la escalera que conduce a la oficina. Bobby, que se deja abrazar y besar. Bobby, mi amiga, la que trae la revolución: ya nos ha organizado para hoy una excursión en barco y una sesión de masaje ayurvédico para cuando estemos en Tiruchy. Lo de la excursión en barco en realidad no surgió de ella, sino de una de las mujeres del programa de generación de ingresos con las que nos entrevistamos ayer por la mañana, mujeres fuertes y emprendedoras con historias que nos dejaron sin aliento (y a algunas, con lágrimas en los ojos) para bien y para mal. Como la historia de Neelawati (seguro que lo he escrito mal), que llevaba 10 años regentando la única tiendecita de su aldea de 65 casas cuando, con las compensaciones económicas que el gobierno entregó tras el tsunami, cuatro vecinos suyos decidieron abrir las suyas propias y hacerle boicot a Neelawati, difamándola y espantándole la clientela, hasta el punto de que tuvo que cerrar. Pero Neelawati contaba con el apoyo del proyecto, así que pidió 5000 rupias de crédito y montó un negocio de venta ambulante de comida: se levanta a las dos de la mañana para preparar sus productos y las cinco y el amanecer la encuentran ya en la playa, esperando a que los pescadores lleguen del mar para comprarle sus exquisiteces, y a las ocho vuelve a su aldea para encargarse de su casa y su familia. A sus vecinos boicoteadores no les va muy bien, con cuatro tiendas haciéndose la competencia en una aldea tan pequeña, pero Neelawati gana ahora 200 rupias más a la semana que antes del tsunami.

También escuchamos la historia de otra mujer (no recuerdo su nombre) que se casó antes de cumplir los 16 años y tuvo dos hijas y un hijo, un niño que el mar se llevó cuando solo tenía un año y medio. Nos lo cuenta tranquila, incluso a veces sonríe al relatar el infierno que el tsunami trajo a su vida. Y es que, cuando el gobierno le entregó a su familia 200.000 rupias de compensación empezaron todos sus problemas: inicialmente, decidieron guardar la mitad en un depósito para sus hijas y la otra mitad se la prestaron a unos parientes del marido a un pequeño interés. Sin embargo, cuando los parientes empezaron a devolver el crédito el dinero no parecía llegar a casa. Ella no dijo nada, porque ya se sabe que el marido es el amo y señor, pero cuando los ingresos del crédito se terminaron, el señor quiso retirar el depósito de sus hijas y eso sí que no. Ella se enfrentó con él, exigiéndole que le dijese a dónde había ido a parar todo el dinero que faltaba, pero no obtuvo respuesta, sino una serie de palizas y abusos cuyas cicatrices todavía se notan hoy en su frente. Para colmo de males, ella descubrió que su marido tenía una amante en la que se gastaba todo el dinero y, cuando reunió a algunos familiares para enfrentarlo, el fulano se llevó todas sus cosas y se fue con la amante, dejando a su mujer y a sus hijos abandonados y sin ingresos. Probablemente pensaréis que casi salió ganando, pero en estas comunidades una mujer sola tiene que enfrentarse, no solo al desprecio de la sociedad, sino a la violencia de otros hombres que pretenderán aprovecharse de ella. Por eso cayó en una depresión hasta que, con la ayuda de la consejera familiar del proyecto, recuperó a su marido con el que vuelve a vivir desde hace un año. Le preguntamos si es feliz y nos responde que no especialmente, pero que al menos tiene una vida tranquila y que su negocio de venta de saris (que montó con un crédito del proyecto) y el apoyo de sus compañeras del grupo de ahorro le hacen sentirse más persona.

La verdad es que ayer fue un día de momentos muy intensos, con la reunión de la mañana y las visitas de la tarde a un grupo de ahorro para personas con discapacidad y a Tsunami Nagar, donde vive realojada lejos del mar la primera comunidad con la que entramos en contacto después del tsunami y que nos contaron algunas cosas tan terribles que preferí no traducirles a las niñas hasta llegar a casa para que no llorasen delante de las mujeres. A vosotros tampoco os las voy a contar.

Pero no todo son historias tristes: también están los momentos bonitos o divertidos, desde las risas de los niños cuando juegan con nosotras e intentan enseñarnos palabras en tamil, hasta los gritos en medio de la noche provocados por la visita inesperada de un murciélago que estaba, el pobre, bastante más asustado que las locas que chillaban y se escondían de él en el baño. También están los baños, completamente vestidas, en el Índico; los zumos de piña o de sandía, fresquitos y recién exprimidos; el pastel para celebrar el cumpleaños de la Reimon, aunque ella esté ahora mismo en Etiopía; las compras o los trayectos en furgoneta cantando y bailando con las chicas de PDI, que se parten de risa con nuestra poca vergüenza y compostura.


Risas

Amigas


Mar

En estos días que no he escrito, hemos conocido a muchas más personas de la comunidad, que nos han hablado de su vida y su trabajo: chicas y chicos de los clubs de juventud, voluntarias sanitarias, mujeres de los grupos de ahorro... Pero ya son las nueve menos cuarto y tengo que hacer la maleta, porque esta tarde nos vamos a Tiruchy y antes tenemos un barco que coger. Pero si queréis más detalles sobre todas estas visitas, os recomiendo que visitéis el blog de Implicadas (http://www.implicadas.blogspot.com/).

No quiero despedirme sin dejar constancia del horrible, horrible calor que hace: con mínimas nocturnas de 30 grados os podéis imaginar el calor que hace durante el día. La actividad física más mínima hace que sudes por partes de tu cuerpo que no sabías ni que tenías y permanecer, aún a la sombra, en cualquier lugar donde no corra brisa o haya un ventilador es una auténtica tortura que hace que te cueste hasta respirar. Ambal dice que este bochorno insoportable se debe al "monsoon failure" (algo así como "monzón frustrado", es decir, que debería llover a cántaros, pero no llueve) y mientras no llueva solo va a ir la cosa a peor. Desgraciadamente, según el pronóstico del tiempo no va a llover mientras estemos aquí y para el día de nuestra marcha (nos esperan 8 horas de carretera sin aire acondicionado, por supuesto) dan sensaciones térmicas de 50 grados. A mis niñas no se lo he dicho, porque para qué. La verdad es que lo están llevando como unas campeonas, así que creo que lo resistirán (aunque me gustaría poder decir lo mismo de mí con tanta seguridad).


Besos acalorados.

PD: No hay manera de que me carguen bien las fotos y salen raras. A la vuelta lo arreglo.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Vuelve a casa, vuelve por Vanakkam

Son las nueve y media de mi tercer día en Karaikal y hace solo media hora que me he levantado, con un respetable dolor de cabeza, porque ayer algunas nos quedamos de charla hasta las tres de la mañana. He desayunado una dosa y una tortilla francesa y me dispongo a intentar compensaros, queridos lectores, por los dos días de abandono a los que los he sometido. Os ahorraré los detalles del viaje que, sinceramente, ha sido el más duro y más largo de los que me han traído hasta la India, pero sí os contaré que incluyó un avión estropeado y tres horas de retraso.

Es curioso como cada vez que regreso a este país me invaden sensaciones completamente distintas. En el 2004 todo era nuevo, extraño y sorprendente: cada casa, cada cara, cada cartel de una película o cada cabra que lo roía tranquilamente apoyando sus pezuñas delanteras en la pared para alcanzarlo con más facilidad me resultaban fascinantes. En el 2007 regresé a todas esas casas, caras, carteles y cabras, sintiéndolos ya un poco más próximos y disfrutando de cómo se maravillaban mis compañeros de viaje. Pero ahora, cuando camino por las aldeas de Karaikal, o recorremos las calles en la furgoneta, dejando tras de nosotros una estela atronadora de música peliculera, me siento ya casi como en mi propia casa, como si volviera, después de los años, a un lugar donde hubiese vivido un tiempo cuando era una cría. Y es una sensación curiosa, pero agradable a la vez, porque además, tengo a mis niñas con sus caras de alegría, sus ojos abiertos como platos y sus bocas sonrientes (y carcajeantes) para recordarme constantemente lo increíble que es este país cuando aún no te has acostumbrado (aunque sea un poco) a él. Me reconozco en la intensidad con que lo vive todo Kitty, en la adoración de Tatiana por los niños, en las ganas de verlo y saberlo todo ya de María o en la pequeña frustración de todas ellas ante lo difícil que resulta a veces que las mujeres se animen a vencer la timidez y entrar en detalle sobre algunas cosas o a hacernos todas esas preguntas que leemos en sus ojos.

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Eran las cuatro y media de la tarde del lunes cuando nos bajamos de nuestra inseparable furgoneta para empezar la primera visita al terreno después de pasar la mañana en la oficina, conociendo a las trabajadoras del proyecto. Tatiana estaba tan emocionada que la tuve que frenar en seco para que se quitase las sandalias antes de entrar en la sala donde los 40 pares de ojos de los niños de las clases de apoyo de la aldea de Vadakku Vanjore nos miraban entre curiosos y divertidos. De nada sirvieron mis ímprobos esfuerzos de coordinadora por mantener una mínima seriedad y algo de método en el encuentro: a los 5 minutos un grupo de canijos había rodeado ya a Tatiana, Alba y Kitty y algunos de los más aventurado se había subido a sus regazos; Sara, Alba y las Marías intentaban responder a las preguntas (en Tamil, por supuesto) de unas niñas algo más mayorcitas y yo, con Ania a mi vera, intentaba fingir una cierta normalidad y continuaba, estoicamente, entrevistando a los niños (que si los más pequeños, de solo cuatro años; que si los más mayores, de 15, que si unos con cara de espabilados...). Al final me rendí a la evidencia y dejé que el caos se expandiese libremente durante un buen rato, hasta que algunos niños empezaron a empujarse, momento en el que decidimos (o mejor dicho, decidí) que era hora de ahuecar el ala, por la integridad física de todo el mundo.

Así que dejamos la aldea y pusimos rumbo al centro de Karaikal, para que las niñas se comprasen sus primeros churidares y para que yo descubriese que ir de compras cuando no piensas comprarte nada no es divertido ni siquiera en la India... y también lo mucho que echo de menos a Bobby, mi compinche de consumismo exacerbado. En su honor, y porque no me pude resistir, me compré unas telas para churidar (los churis se pueden comprar hechos o te venden los cortes de tela para que te los hagas) de seda azul tornasolado que son una maravilla de ver, pero que me costaron una pasta para lo que cuestan las cosas aquí. Al cabo de una hora y media, exhaustas, pero victoriosas, emprendimos el regreso a casa, cada una atesorando su renovado vestuario.

En casa nos espera Shiva, el cocinero, que es un artista y que yo ya conozco de la primera edición del Vanakkam. Por cierto, que hablando de casa, no os he contado que este año estamos alojadas en una mansión: una enorme casa de dos plantas de estilo francés colonial, con una sala gigante de la que arrancan unas escaleras que llevan a las tres habitaciones, dos baños y dos terrazas del piso de arriba. Donde debería estar el techo de la sala principal (en la planta de abajo hay otra habitación más, la cocina y un baño) hay un gran espacio abierto al que te puedes asomar como a un balcón cuando estás en la segunda planta, muy al estilo de las corralas de comedias... o la mansión de Escarlata O'Hara. Como platos se nos pusieron los ojos cuando llegamos a Karaikal por primera vez y la vimos. Y como platos se les ponen los ojos a las trabajadoras de PDI, que viven en modestísimas casas en las aldeas, cada vez que vienen por allí a buscarnos para llevarnos a las reuniones.


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El martes amaneció más caluroso aún que el lunes, lo cual no es poca cosa, porque hasta Ambal y Sagayaraj sudan la gota gorda, sin embargo, el agua de la ducha todavía estaba fría a las siete de la mañana cuando me desperté. Tristemente no sirve de gran cosa, porque el "esfuerzo" de secarme y vestirme de deja casi tan sudorosa como estaba antes de ponerme a remojo. Pese al madrugón, necesario para poder ducharse con agua a menos de 100 ºC, hasta las 11 no nos recogen para ir a la aldea de Keezhaouduthurai, donde nos reuniremos con las mujeres de un grupo de ahorro que solamente lleva 7 meses funcionando. El sol ya pega fuerte y, pese a la brisa que entra por las ventanas y la puerta, abierta de par en par, la habitación en la que nos apretamos más de 20 personas se calienta cada vez más, pero no es posible encontrarnos más temprano, porque las mujeres tienen que dejar la casa lista antes de nada (y se levantan a las cinco o a las seis para hacerlo). Nos cuentan como decidieron formar el grupo, como han pasado de ser meras vecinas a auténticas amigas y un auténtico apoyo las unas para las otras y nos invitan a leche de coco, mientras compartimos, nosotras también, un poquito de nuestras vidas. Lo poquito que se atreven a preguntar.

Kitty frunce el ceño cuando, por la tarde, durante nuestra visita a un club de juventud en una minúscula aldea de 130 habitantes, los chicos no dejan hablar a la única chica que participa en la reunión, ni si quiera cuando se le pregunta específicamente su opinión: responden por ella. En este club solo hay tres chicas, porque a esa edad (todos mayores de 18), la mayoría de las de la aldea se han casado ya y se han marchado a vivir en casa de su familia política. Es el destino de muchas mujeres, pasar de ser propiedad de sus padres a serlo de sus maridos, siempre subestimadas y sin que nadie aprecie su trabajo. Tanto es así, que cuando les preguntamos a qué se dedican los chicos responden "soy camionero" o "soy cocinero" o "estudio informática", mientras que la chica "está en la casa". Eso sí, cuando les pedimos que nos describan un día normal, resulta que la chica que "no hace nada", que se dedica a "estar en casa" mientras le llega el momento de casarse (el año que viene, por lo que cuenta) se levanta a las 6 de la mañana, hace la casa, a las 11 va a cuidar el ganado, vuelve, prepara la comida, va a ordeñar y vuelve para preparar la cena. Vamos, tal cual "estar en casa".

El día terminó estupendamente, con una visita rápida a la playa de Karaikal, donde está prohibido bañarse, pero no mojarse las piernas, donde soplaba una deliciosa brisa marina y donde nos pilló la noche. Después de cenar, los consabidos cigarritos y tertulia acabaron evolucionando hacia unas cuantas partidas de "asesino" sin cartas y más tertulia hasta que, a las 3 de la mañana, las últimas crápulas nos rendimos, como ya he comentado al empezar.

Se me echa la hora encima y tengo que cortar. Os pido perdón por esta crónica tan apresurada y prometo enmendarme en el futuro. Besos para todos.

viernes, 31 de julio de 2009

Vanakkam! 09

Pues otro año más, me dispongo a salir hacia la India con el grupo del ciclo formativo Vanakkam. Me he saltado la crónica de Etiopía, que la tengo pendiente desde marzo, pero qué le vamos a hacer, algún día la colgaré.

Llegaré a Karaikal el domingo por la tarde (salgo mañana a las seis y pico de la mañana), así que dudo mucho que pueda escribir nada hasta el lunes, pero no me abandonéis, por favor. Y ya sabéis que los comentarios a mis crónicas son más que bienvenidos.

¡Ah! Y también podéis seguir la crónica colectiva en el blog de Implicadas (que, como siempre, será en gallego).

miércoles, 25 de marzo de 2009

Viaje exprés a Etiopía

Esta entrada (que subo con un año y pico de retraso) es una minicrónica que envié a unos amigos al regreso del viaje. Deja muchas, muchísimas cosas fuera, pero prefiero colgar esto que nada, visto que ha pasado tanto tiempo y no he escrito una crónica como dios manda. Para quienes no lo sepáis, este viaje, de apenas una semana, fue una visita relámpago para arreglar unos marrones administrativos con una de las contrapartes de Implicadas en Etiopía. Al final la cosa acabó bien, pero trabajo nos costó.

He vuelto por fin de Etiopía. Ha sido una semana agotadora y muy intensa pero la buena noticia es que hemos logrado arreglar el problema... o casi. El sábado (un día antes de marcharnos, después de haber visitado el proyecto) tuvimos una reunión con la directora de la ONG (la tipa que nos causa los problemas), con el administrador y con un integrante de la junta directiva (según Martha, la directora, con solo 15 días de preaviso no le resultó posible conseguir que acudieran más...). Como íbamos con la intención de solucionar nuestro marrón actual, preferimos no enredarnos en discusiones sobre cagadas pasadas que Martha iba a negar, metiéndonos en un bucle de acusaciones mutuas sin fin, porque ella niega todo por sistema. Finalmente llegamos a una serie de acuerdos para solucionar el marrón actual y evitar "malentendidos" y "communication gaps" (términos que la tal Martha utiliza para denominar sus cagadas producidas por su total ineficiencia e ignorancia absoluta del campo en que trabaja). En resumen: ellos nos dieron una lista de las facturas por valor de 23.000 € euros (que, con otras por valor de 6.000 € que ya teníamos, cubrían el total del proyecto) y se comprometieron a entregarnos copias al día siguiente (domingo, día en que nos marchábamos) y nosotras nos comprometimos a, a partir de ahora, solicitar todo por escrito y sellado para que no haya "malentendidos" (como que no le permitan a Mohammed, empleado nuestro en Addis, acceder a la documentación del proyecto que nosotras pagamos y que según Martha es confidencial y no nos la pueden enseñar sin autorización firmada y con sello). Bien. El domingo nos entregaron las fotocopias de las facturas y la mitad no valían o no se correspondían con la lista o no eran facturas. Ayer y hoy ha estado Mohammed en la oficina escaneando facturas para mandarnos las que faltan. Finalmente lo vamos a solucionar todo, pero os cuento esto como botón de muestra para que veáis la eficacia con la que nos enfrentamos.

Me faltan ánimos para contarlo todo en detalle ahora mismo, pero os merecéis que os informe con un mínimo de decencia, así que aquí va la mini crónica.


Foto sacada en una zona céntrica de Addis Abeba.

Después de un viaje de 30 horas gracias a una serie de escalas prolongadísimas (noche en casa de Rafa en Madrid, 6 horas en Frankfurt, pasando frío) llegamos a Addis Abeba el martes como a las 8 de la mañana. Ese día no fue muy productivo: descansamos, contratamos un todo terreno con conductor para el viaje que íbamos a emprender al día siguiente y poco más. Addis me pareció una ciudad muy fea: la pobreza es extrema, mucho mayor que en la India y el nivel de desarrollo del país es bajísimo. La mayoría de las casas están construidas principalmente con chapa ondulada de aluminio y la ciudad no parece tener un centro, ni siquiera da la sensación de ser una ciudad, sino una serie de grupos de casas que, por casualidad, están en la misma zona. No sé explicarlo bien, pero no me gustó.

El miércoles a las 5 de la mañana suena el despertador: a las cinco y media nos tiene que recoger el conductor para emprender un viaje de 13 horas hacia Mersa, un pueblo de montaña donde tenemos el proyecto. El conductor llega a las 6.30 y nosotros nos cagamos en la madre que lo parió. Por suerte, luego resultó ser un tío enrolladísimo y se lo perdonamos. Las 13 horas de viaje (490 km) transcurren por una "carretera" en obras con unos pedruscos y unos socavones por los que yo no metería mi coche (que ni es caro, ni es nuevo). Los etíopes (y nuestro conductor no es una excepción) son temerarios al volante. Ejemplo: adelantar a un camión de doble remolque en una curva de horquilla de una carretera de montaña, con un barranco de 500 metros sin quitamiedos ni nada que se le parezca. Me abstengo de hablaros de cosas como las condiciones higiénicas en todas partes, desde las letrinas-ducha hasta los "restaurantes"-puticlub en los que nos detuvimos a comer y a descansar durante el camino. No es que a mí me importe que la gente folle mientras yo como en la habitación de al lado, pero no puede una evitar pensar que en este tipo de sitios se pillan cosas muy malas y que las condiciones sanitarias y de higiene no son precisamente las mejores.

Lo que sí os cuento es que el paisaje era tan precioso que acabé la batería de la cámara, aunque la mitad de las fotos las deseché, porque estaban movidas (no es fácil disparar desde un todoterreno dando botes). El rural etíope no es esa llanura agrietada de tierras abrasadas por el sol, sino mucho más alegre, lleno de pequeños pueblos y campos de cultivo (aunque ahora, en estación seca, estaba casi todo ya recogido). Las montañas son maravillosas, como torneadas por el agua y cubiertas de matorral verde. Junto al camino pastan ovejas, cabras, vacas, burritos minúsculos, caballos y hasta camellos que, ya en la zona de montaña, ramonean las hojas de los árboles. Los cuidan niños y hombres, las mujeres y las niñas recogen agua y leña y caminan al borde de la carretera bajo inmensos haces que casi las ocultan en su totalidad.











Etiopía es verde, como queda demostrado.


A poco menos de tres horas de Mersa atravesamos la ciudad de Dessie (o Desse), el lugar más horrible y caótico que he visto en mi vida, enclavado en un valle de una belleza deslumbrante. La carretera de puras piedras y polvo atraviesa el pueblo de parte a parte y ambos lados de ella se agolpan las casas de chapa. Donde una vez quizá hubo aceras hay ahora unas inmensas zanjas para instalar las canalizaciones en toda la ciudad a la vez, por lo que no hay un rincón en el que no atruene el ruido de las palas, excavadoras, martillos neumáticos, camiones, etc. y el polvo no lo cubra todo. A este caos hay que añadir cientos de personas, coches viejísimos, todoterrenos importados, camionetas antediluvianas, carrilanas tiradas por caballitos, camellos, mulas, reatas de burros, autobuses y qué se yo que se cruzan y entrecruzan en total entropía uniendo sus gritos y sus bocinazos al estruendo de la obra. El paraíso, vaya.

Un vídeo ilustrativo del momento "Dessie en obras". Es un poco largo, pero bueno.



Llegamos a Mersa ya anochecido y nos alojamos en el mejor "hotel" de la ciudad. Nuestro cuarto tiene una cama de matrimonio con unas sábanas de limpieza nada dudosa (es evidente que están sucias), pero no hay bichos y estamos hechas polvo. Cenamos los espaguetis más picantes de mi vida y caemos rendidas en cama.

A las 7 nos sentamos a desayunar en una de las mesas del patio del hotel y el sol ya es de justicia. Es época de ayuno en el calendario copto, así que no hay mucho que elegir: podemos desayunar nada o nada, así que nos vamos a un garito cercano y llenamos el buche con un delicioso té especiado y una torta (cuyo nombre no recuerdo) sabrosa y esponjosa. De allí, de cabeza a la oficina a ducharnos y a reunirnos con el personal que trabaja en el terreno. Para nuestro alivio y pesar, nos presentan los impecables registros de actividades: los grupos de mujeres siguen ahorrando y formándose, los niños siguen recibiendo clases de apoyo, los programas de generación de ingresos van a toda marcha, al igual que los de sensibilización e incluso grupos de otras ONG han solicitado hacer programas de intercambio entre sus beneficiarias y las nuestras para aprender la metodología que tan bien está funcionando. Nos alegra saber que el dinero no se está tirando ni robando, pero nos parte el alma pensar que, por culpa de una mala persona estas mujeres se van a quedar sin apoyo el año que viene.

La escuela pública de Mersa.

Nos dirigimos a la escuela pública de Mersa para hablar con las niñas y niños de las clases de apoyo, que (en un aula sucia, vieja y mal equipada) nos cuentan lo mucho que han mejorado en el colegio, lo que quieren ser de mayores, por qué se apuntaron a las clases de refuerzo, qué es lo que más les gusta de ellas. Tienen los ojos negros, grandes y despiertos y yo me los quiero llevar a mi casa a todos.










Foto 1: Me las llevo a casa. Foto 2: Aula sucia, vieja y mal equipada.


Pausa para comer una cosa llamada tagabino: injera (la torta base de la alimentación etíope) con un puré especiado de color naranja, hecho con shiro (lentejas) que a mí me parece delicioso.

Nos reunimos con las mujeres de un grupo de ahorro, que nos invita amablemente a café (que yo rechazo, porque lo detesto) y nos cuenta como decidieron formar el grupo al ver lo bien que les iba a sus vecinas y que están participando en el programa de intercambio de experiencias que he mencionado antes. Son más tímidas que las indias, pero no menos determinadas.

Reunión del grupo de ahorro y apoyo mutuo.

Después, vamos a la oficina a reunirnos con representantes de la federación de grupos y, por último, bajamos al mercado donde las mujeres del grupo Brufesta ha negociado con las autoridades para que les cediesen un terreno y levantar un edificio (bueno, edificio es una palabra un poco grande para lo que han montado) donde cada una ha abierto un negocio. Nos recibe Yesekebede, una mujer decidida y encantadora que ya hace dos años pidió un crédito al grupo y consiguió la concesión del comedor de la escuela pública. Ahora tiene su puesto de delicioso té junto al mercado y nos invita mientras nos cuenta cómo ha cambiado su vida y ella misma, lo fuerte que se siente y cómo ya no le tiene miedo a nada "gracias a nosotras". María y yo nos miramos, retroalimentándonos el nudo en la garganta y, con los ojos húmedos le decimos (a través de Mohammed, porque no hablamos amárico, claro) que es gracias a ellas mismas.

Cada negocio, un color. Cada color, una mujer.

Empieza a caer la tarde y tenemos dos horas largas hasta Dessie, donde vamos a pasar la noche, así que es hora de marchar. En la oficina nos despedimos del personal y tiramos millas. En Dessie nos alojamos en el mejor hotel-restaurante de la ciudad que, por suerte, tiene generador, ya que hay apagón. La habitación, con un suelo de madera ciertamente ondulada, es amplia y las sábanas parecen algo menos sucias, pero al apagar la luz nuestros sueños se ven amenizados por el correteo de las ratas sobre nuestras cabezas.

Paisaje etíope: gente trabajando el campo.

Paisaje etíope: preciosas montañas torneadas.

Paisaje etíope: un pueblo.

A las 5.30 del viernes nos despierta alguien llamando a la puerta: por un malentendido el conductor ha venido a recogernos ahora y no a las 7.30 como habíamos acordado. Maldecimos su estampa, lo mandamos a echar la siesta con Mohammed e intentamos, sin éxito, seguir durmiendo. Sin ducharnos ni nada, emprendemos el regreso. Desgraciadamente, me siento en el lado del coche en el que pega el sol y mi brazo derecho llega a Addis con todo el aspecto de un corte helado de fresa y nata. Gajes del oficio. No me extenderé más en la descripción del paisaje porque, sorprendentemente, es el mismo que a la ida. Único incidente destacable: atropello de una cabra que milagrosamente no muere.

Otro incidente, también destacable.

Al llegar a Addis nos concedemos el lujo de ir a cenar a un buen restaurante donde pruebo el delicioso quanta fer fer (no estoy segura de que se escriba así), atendida por hermosas mujeres que me ofrecen agua tibia y toallitas limpias para lavarme las manos y sentada bajo las estrellas, que en Addis se ven a la perfección... o casi.

El sábado ya sabéis cómo transcurrió, así que os lo ahorro. Solo añadir que quedamos para cenar con las responsables de la otra contraparte que tenemos en Etiopía: unas mujeres encantadoras y eficaces que nos llevaron a un "restaurante cultural" donde asistimos a un espectáculo de cantos y danzas tradicionales. Lo pasé muy bien, salvo por el horrible momento en que, sin saber cómo, me vi arrastrada al escenario y obligada a intentar seguir los pasos que me marcaba un bailarín. Mis amigos dijeron que lo había hecho muy bien, pero es que son mis amigos. Es probable que no vuelva jamás a Etiopía solo para evitar que vuelva a ocurrirme.

No hay pruebas gráficas de mi humillación (por suerte), pero el baile era este, más o menos.



El domingo nos levantamos tarde, nos dimos una vuelta por un mercadillo de artesanía donde me compré dos cafeteras tradicionales de cerámica (un euro cada una) y un vestido típico de algodón bordado a mano al que espero sacar gran partido este verano (15 euros). Comida en el mismo restaurante de las "princesas abisinias", como despedida. Tomamos un té y recogemos las facturas, que procedemos a revisar con el consecuente cabreo que ya conocéis. Volvemos a casa y nos ponemos a currar: María en el informe y yo en los documentos para la chunga de la Martha. A las 9 un taxi nos recoge y nos lleva al aeropuerto. Ha sido intenso y estresante en algunos momentos, pero me llevo buen recuerdo del país, pese a las dos cosas que más duras se me han hecho: las terribles condiciones de higiene y, sobre todo, la expectación que despertamos los farangi (personas de raza blanca) entre la población local, que llega a ser molesta e incluso angustiosa cuanto te rodean 15 desconocidos que te dicen cosas en una lengua que no entiendes y se van acercando cada vez más a ti, acorralándote contra el coche.

He escrito esto como me ha salido, del tirón. No tengo ánimos para releerlo. Espero que no me tengáis en cuenta lo que haya podido escribir mal. Se admiten preguntas.