Esta entrada (que subo con un año y pico de retraso) es una minicrónica que envié a unos amigos al regreso del viaje. Deja muchas, muchísimas cosas fuera, pero prefiero colgar esto que nada, visto que ha pasado tanto tiempo y no he escrito una crónica como dios manda. Para quienes no lo sepáis, este viaje, de apenas una semana, fue una visita relámpago para arreglar unos marrones administrativos con una de las contrapartes de Implicadas en Etiopía. Al final la cosa acabó bien, pero trabajo nos costó.
He vuelto por fin de Etiopía. Ha sido una semana agotadora y muy intensa pero la buena noticia es que hemos logrado arreglar el problema... o casi. El sábado (un día antes de marcharnos, después de haber visitado el proyecto) tuvimos una reunión con la directora de la ONG (la tipa que nos causa los problemas), con el administrador y con un integrante de la junta directiva (según Martha, la directora, con solo 15 días de preaviso no le resultó posible conseguir que acudieran más...). Como íbamos con la intención de solucionar nuestro marrón actual, preferimos no enredarnos en discusiones sobre cagadas pasadas que Martha iba a negar, metiéndonos en un bucle de acusaciones mutuas sin fin, porque ella niega todo por sistema. Finalmente llegamos a una serie de acuerdos para solucionar el marrón actual y evitar "malentendidos" y "communication gaps" (términos que la tal Martha utiliza para denominar sus cagadas producidas por su total ineficiencia e ignorancia absoluta del campo en que trabaja). En resumen: ellos nos dieron una lista de las facturas por valor de 23.000 € euros (que, con otras por valor de 6.000 € que ya teníamos, cubrían el total del proyecto) y se comprometieron a entregarnos copias al día siguiente (domingo, día en que nos marchábamos) y nosotras nos comprometimos a, a partir de ahora, solicitar todo por escrito y sellado para que no haya "malentendidos" (como que no le permitan a Mohammed, empleado nuestro en Addis, acceder a la documentación del proyecto que nosotras pagamos y que según Martha es confidencial y no nos la pueden enseñar sin autorización firmada y con sello). Bien. El domingo nos entregaron las fotocopias de las facturas y la mitad no valían o no se correspondían con la lista o no eran facturas. Ayer y hoy ha estado Mohammed en la oficina escaneando facturas para mandarnos las que faltan. Finalmente lo vamos a solucionar todo, pero os cuento esto como botón de muestra para que veáis la eficacia con la que nos enfrentamos.
Me faltan ánimos para contarlo todo en detalle ahora mismo, pero os merecéis que os informe con un mínimo de decencia, así que aquí va la mini crónica.
Después de un viaje de 30 horas gracias a una serie de escalas prolongadísimas (noche en casa de Rafa en Madrid, 6 horas en Frankfurt, pasando frío) llegamos a Addis Abeba el martes como a las 8 de la mañana. Ese día no fue muy productivo: descansamos, contratamos un todo terreno con conductor para el viaje que íbamos a emprender al día siguiente y poco más. Addis me pareció una ciudad muy fea: la pobreza es extrema, mucho mayor que en la India y el nivel de desarrollo del país es bajísimo. La mayoría de las casas están construidas principalmente con chapa ondulada de aluminio y la ciudad no parece tener un centro, ni siquiera da la sensación de ser una ciudad, sino una serie de grupos de casas que, por casualidad, están en la misma zona. No sé explicarlo bien, pero no me gustó.
El miércoles a las 5 de la mañana suena el despertador: a las cinco y media nos tiene que recoger el conductor para emprender un viaje de 13 horas hacia Mersa, un pueblo de montaña donde tenemos el proyecto. El conductor llega a las 6.30 y nosotros nos cagamos en la madre que lo parió. Por suerte, luego resultó ser un tío enrolladísimo y se lo perdonamos. Las 13 horas de viaje (490 km) transcurren por una "carretera" en obras con unos pedruscos y unos socavones por los que yo no metería mi coche (que ni es caro, ni es nuevo). Los etíopes (y nuestro conductor no es una excepción) son temerarios al volante. Ejemplo: adelantar a un camión de doble remolque en una curva de horquilla de una carretera de montaña, con un barranco de 500 metros sin quitamiedos ni nada que se le parezca. Me abstengo de hablaros de cosas como las condiciones higiénicas en todas partes, desde las letrinas-ducha hasta los "restaurantes"-puticlub en los que nos detuvimos a comer y a descansar durante el camino. No es que a mí me importe que la gente folle mientras yo como en la habitación de al lado, pero no puede una evitar pensar que en este tipo de sitios se pillan cosas muy malas y que las condiciones sanitarias y de higiene no son precisamente las mejores.
Lo que sí os cuento es que el paisaje era tan precioso que acabé la batería de la cámara, aunque la mitad de las fotos las deseché, porque estaban movidas (no es fácil disparar desde un todoterreno dando botes). El rural etíope no es esa llanura agrietada de tierras abrasadas por el sol, sino mucho más alegre, lleno de pequeños pueblos y campos de cultivo (aunque ahora, en estación seca, estaba casi todo ya recogido). Las montañas son maravillosas, como torneadas por el agua y cubiertas de matorral verde. Junto al camino pastan ovejas, cabras, vacas, burritos minúsculos, caballos y hasta camellos que, ya en la zona de montaña, ramonean las hojas de los árboles. Los cuidan niños y hombres, las mujeres y las niñas recogen agua y leña y caminan al borde de la carretera bajo inmensos haces que casi las ocultan en su totalidad.
Etiopía es verde, como queda demostrado.
A poco menos de tres horas de Mersa atravesamos la ciudad de Dessie (o Desse), el lugar más horrible y caótico que he visto en mi vida, enclavado en un valle de una belleza deslumbrante. La carretera de puras piedras y polvo atraviesa el pueblo de parte a parte y ambos lados de ella se agolpan las casas de chapa. Donde una vez quizá hubo aceras hay ahora unas inmensas zanjas para instalar las canalizaciones en toda la ciudad a la vez, por lo que no hay un rincón en el que no atruene el ruido de las palas, excavadoras, martillos neumáticos, camiones, etc. y el polvo no lo cubra todo. A este caos hay que añadir cientos de personas, coches viejísimos, todoterrenos importados, camionetas antediluvianas, carrilanas tiradas por caballitos, camellos, mulas, reatas de burros, autobuses y qué se yo que se cruzan y entrecruzan en total entropía uniendo sus gritos y sus bocinazos al estruendo de la obra. El paraíso, vaya.
Un vídeo ilustrativo del momento "Dessie en obras". Es un poco largo, pero bueno.
Llegamos a Mersa ya anochecido y nos alojamos en el mejor "hotel" de la ciudad. Nuestro cuarto tiene una cama de matrimonio con unas sábanas de limpieza nada dudosa (es evidente que están sucias), pero no hay bichos y estamos hechas polvo. Cenamos los espaguetis más picantes de mi vida y caemos rendidas en cama.
A las 7 nos sentamos a desayunar en una de las mesas del patio del hotel y el sol ya es de justicia. Es época de ayuno en el calendario copto, así que no hay mucho que elegir: podemos desayunar nada o nada, así que nos vamos a un garito cercano y llenamos el buche con un delicioso té especiado y una torta (cuyo nombre no recuerdo) sabrosa y esponjosa. De allí, de cabeza a la oficina a ducharnos y a reunirnos con el personal que trabaja en el terreno. Para nuestro alivio y pesar, nos presentan los impecables registros de actividades: los grupos de mujeres siguen ahorrando y formándose, los niños siguen recibiendo clases de apoyo, los programas de generación de ingresos van a toda marcha, al igual que los de sensibilización e incluso grupos de otras ONG han solicitado hacer programas de intercambio entre sus beneficiarias y las nuestras para aprender la metodología que tan bien está funcionando. Nos alegra saber que el dinero no se está tirando ni robando, pero nos parte el alma pensar que, por culpa de una mala persona estas mujeres se van a quedar sin apoyo el año que viene.
Nos dirigimos a la escuela pública de Mersa para hablar con las niñas y niños de las clases de apoyo, que (en un aula sucia, vieja y mal equipada) nos cuentan lo mucho que han mejorado en el colegio, lo que quieren ser de mayores, por qué se apuntaron a las clases de refuerzo, qué es lo que más les gusta de ellas. Tienen los ojos negros, grandes y despiertos y yo me los quiero llevar a mi casa a todos.
Foto 1: Me las llevo a casa. Foto 2: Aula sucia, vieja y mal equipada.
Pausa para comer una cosa llamada tagabino: injera (la torta base de la alimentación etíope) con un puré especiado de color naranja, hecho con shiro (lentejas) que a mí me parece delicioso.
Nos reunimos con las mujeres de un grupo de ahorro, que nos invita amablemente a café (que yo rechazo, porque lo detesto) y nos cuenta como decidieron formar el grupo al ver lo bien que les iba a sus vecinas y que están participando en el programa de intercambio de experiencias que he mencionado antes. Son más tímidas que las indias, pero no menos determinadas.
Después, vamos a la oficina a reunirnos con representantes de la federación de grupos y, por último, bajamos al mercado donde las mujeres del grupo Brufesta ha negociado con las autoridades para que les cediesen un terreno y levantar un edificio (bueno, edificio es una palabra un poco grande para lo que han montado) donde cada una ha abierto un negocio. Nos recibe Yesekebede, una mujer decidida y encantadora que ya hace dos años pidió un crédito al grupo y consiguió la concesión del comedor de la escuela pública. Ahora tiene su puesto de delicioso té junto al mercado y nos invita mientras nos cuenta cómo ha cambiado su vida y ella misma, lo fuerte que se siente y cómo ya no le tiene miedo a nada "gracias a nosotras". María y yo nos miramos, retroalimentándonos el nudo en la garganta y, con los ojos húmedos le decimos (a través de Mohammed, porque no hablamos amárico, claro) que es gracias a ellas mismas.
Empieza a caer la tarde y tenemos dos horas largas hasta Dessie, donde vamos a pasar la noche, así que es hora de marchar. En la oficina nos despedimos del personal y tiramos millas. En Dessie nos alojamos en el mejor hotel-restaurante de la ciudad que, por suerte, tiene generador, ya que hay apagón. La habitación, con un suelo de madera ciertamente ondulada, es amplia y las sábanas parecen algo menos sucias, pero al apagar la luz nuestros sueños se ven amenizados por el correteo de las ratas sobre nuestras cabezas.
Paisaje etíope: gente trabajando el campo.
Paisaje etíope: preciosas montañas torneadas.
Paisaje etíope: un pueblo.
Paisaje etíope: preciosas montañas torneadas.
Paisaje etíope: un pueblo.
A las 5.30 del viernes nos despierta alguien llamando a la puerta: por un malentendido el conductor ha venido a recogernos ahora y no a las 7.30 como habíamos acordado. Maldecimos su estampa, lo mandamos a echar la siesta con Mohammed e intentamos, sin éxito, seguir durmiendo. Sin ducharnos ni nada, emprendemos el regreso. Desgraciadamente, me siento en el lado del coche en el que pega el sol y mi brazo derecho llega a Addis con todo el aspecto de un corte helado de fresa y nata. Gajes del oficio. No me extenderé más en la descripción del paisaje porque, sorprendentemente, es el mismo que a la ida. Único incidente destacable: atropello de una cabra que milagrosamente no muere.
Otro incidente, también destacable.
Al llegar a Addis nos concedemos el lujo de ir a cenar a un buen restaurante donde pruebo el delicioso quanta fer fer (no estoy segura de que se escriba así), atendida por hermosas mujeres que me ofrecen agua tibia y toallitas limpias para lavarme las manos y sentada bajo las estrellas, que en Addis se ven a la perfección... o casi.
El sábado ya sabéis cómo transcurrió, así que os lo ahorro. Solo añadir que quedamos para cenar con las responsables de la otra contraparte que tenemos en Etiopía: unas mujeres encantadoras y eficaces que nos llevaron a un "restaurante cultural" donde asistimos a un espectáculo de cantos y danzas tradicionales. Lo pasé muy bien, salvo por el horrible momento en que, sin saber cómo, me vi arrastrada al escenario y obligada a intentar seguir los pasos que me marcaba un bailarín. Mis amigos dijeron que lo había hecho muy bien, pero es que son mis amigos. Es probable que no vuelva jamás a Etiopía solo para evitar que vuelva a ocurrirme.
No hay pruebas gráficas de mi humillación (por suerte), pero el baile era este, más o menos.
El domingo nos levantamos tarde, nos dimos una vuelta por un mercadillo de artesanía donde me compré dos cafeteras tradicionales de cerámica (un euro cada una) y un vestido típico de algodón bordado a mano al que espero sacar gran partido este verano (15 euros). Comida en el mismo restaurante de las "princesas abisinias", como despedida. Tomamos un té y recogemos las facturas, que procedemos a revisar con el consecuente cabreo que ya conocéis. Volvemos a casa y nos ponemos a currar: María en el informe y yo en los documentos para la chunga de la Martha. A las 9 un taxi nos recoge y nos lleva al aeropuerto. Ha sido intenso y estresante en algunos momentos, pero me llevo buen recuerdo del país, pese a las dos cosas que más duras se me han hecho: las terribles condiciones de higiene y, sobre todo, la expectación que despertamos los farangi (personas de raza blanca) entre la población local, que llega a ser molesta e incluso angustiosa cuanto te rodean 15 desconocidos que te dicen cosas en una lengua que no entiendes y se van acercando cada vez más a ti, acorralándote contra el coche.
He escrito esto como me ha salido, del tirón. No tengo ánimos para releerlo. Espero que no me tengáis en cuenta lo que haya podido escribir mal. Se admiten preguntas.
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