miércoles, 25 de marzo de 2009

Viaje exprés a Etiopía

Esta entrada (que subo con un año y pico de retraso) es una minicrónica que envié a unos amigos al regreso del viaje. Deja muchas, muchísimas cosas fuera, pero prefiero colgar esto que nada, visto que ha pasado tanto tiempo y no he escrito una crónica como dios manda. Para quienes no lo sepáis, este viaje, de apenas una semana, fue una visita relámpago para arreglar unos marrones administrativos con una de las contrapartes de Implicadas en Etiopía. Al final la cosa acabó bien, pero trabajo nos costó.

He vuelto por fin de Etiopía. Ha sido una semana agotadora y muy intensa pero la buena noticia es que hemos logrado arreglar el problema... o casi. El sábado (un día antes de marcharnos, después de haber visitado el proyecto) tuvimos una reunión con la directora de la ONG (la tipa que nos causa los problemas), con el administrador y con un integrante de la junta directiva (según Martha, la directora, con solo 15 días de preaviso no le resultó posible conseguir que acudieran más...). Como íbamos con la intención de solucionar nuestro marrón actual, preferimos no enredarnos en discusiones sobre cagadas pasadas que Martha iba a negar, metiéndonos en un bucle de acusaciones mutuas sin fin, porque ella niega todo por sistema. Finalmente llegamos a una serie de acuerdos para solucionar el marrón actual y evitar "malentendidos" y "communication gaps" (términos que la tal Martha utiliza para denominar sus cagadas producidas por su total ineficiencia e ignorancia absoluta del campo en que trabaja). En resumen: ellos nos dieron una lista de las facturas por valor de 23.000 € euros (que, con otras por valor de 6.000 € que ya teníamos, cubrían el total del proyecto) y se comprometieron a entregarnos copias al día siguiente (domingo, día en que nos marchábamos) y nosotras nos comprometimos a, a partir de ahora, solicitar todo por escrito y sellado para que no haya "malentendidos" (como que no le permitan a Mohammed, empleado nuestro en Addis, acceder a la documentación del proyecto que nosotras pagamos y que según Martha es confidencial y no nos la pueden enseñar sin autorización firmada y con sello). Bien. El domingo nos entregaron las fotocopias de las facturas y la mitad no valían o no se correspondían con la lista o no eran facturas. Ayer y hoy ha estado Mohammed en la oficina escaneando facturas para mandarnos las que faltan. Finalmente lo vamos a solucionar todo, pero os cuento esto como botón de muestra para que veáis la eficacia con la que nos enfrentamos.

Me faltan ánimos para contarlo todo en detalle ahora mismo, pero os merecéis que os informe con un mínimo de decencia, así que aquí va la mini crónica.


Foto sacada en una zona céntrica de Addis Abeba.

Después de un viaje de 30 horas gracias a una serie de escalas prolongadísimas (noche en casa de Rafa en Madrid, 6 horas en Frankfurt, pasando frío) llegamos a Addis Abeba el martes como a las 8 de la mañana. Ese día no fue muy productivo: descansamos, contratamos un todo terreno con conductor para el viaje que íbamos a emprender al día siguiente y poco más. Addis me pareció una ciudad muy fea: la pobreza es extrema, mucho mayor que en la India y el nivel de desarrollo del país es bajísimo. La mayoría de las casas están construidas principalmente con chapa ondulada de aluminio y la ciudad no parece tener un centro, ni siquiera da la sensación de ser una ciudad, sino una serie de grupos de casas que, por casualidad, están en la misma zona. No sé explicarlo bien, pero no me gustó.

El miércoles a las 5 de la mañana suena el despertador: a las cinco y media nos tiene que recoger el conductor para emprender un viaje de 13 horas hacia Mersa, un pueblo de montaña donde tenemos el proyecto. El conductor llega a las 6.30 y nosotros nos cagamos en la madre que lo parió. Por suerte, luego resultó ser un tío enrolladísimo y se lo perdonamos. Las 13 horas de viaje (490 km) transcurren por una "carretera" en obras con unos pedruscos y unos socavones por los que yo no metería mi coche (que ni es caro, ni es nuevo). Los etíopes (y nuestro conductor no es una excepción) son temerarios al volante. Ejemplo: adelantar a un camión de doble remolque en una curva de horquilla de una carretera de montaña, con un barranco de 500 metros sin quitamiedos ni nada que se le parezca. Me abstengo de hablaros de cosas como las condiciones higiénicas en todas partes, desde las letrinas-ducha hasta los "restaurantes"-puticlub en los que nos detuvimos a comer y a descansar durante el camino. No es que a mí me importe que la gente folle mientras yo como en la habitación de al lado, pero no puede una evitar pensar que en este tipo de sitios se pillan cosas muy malas y que las condiciones sanitarias y de higiene no son precisamente las mejores.

Lo que sí os cuento es que el paisaje era tan precioso que acabé la batería de la cámara, aunque la mitad de las fotos las deseché, porque estaban movidas (no es fácil disparar desde un todoterreno dando botes). El rural etíope no es esa llanura agrietada de tierras abrasadas por el sol, sino mucho más alegre, lleno de pequeños pueblos y campos de cultivo (aunque ahora, en estación seca, estaba casi todo ya recogido). Las montañas son maravillosas, como torneadas por el agua y cubiertas de matorral verde. Junto al camino pastan ovejas, cabras, vacas, burritos minúsculos, caballos y hasta camellos que, ya en la zona de montaña, ramonean las hojas de los árboles. Los cuidan niños y hombres, las mujeres y las niñas recogen agua y leña y caminan al borde de la carretera bajo inmensos haces que casi las ocultan en su totalidad.











Etiopía es verde, como queda demostrado.


A poco menos de tres horas de Mersa atravesamos la ciudad de Dessie (o Desse), el lugar más horrible y caótico que he visto en mi vida, enclavado en un valle de una belleza deslumbrante. La carretera de puras piedras y polvo atraviesa el pueblo de parte a parte y ambos lados de ella se agolpan las casas de chapa. Donde una vez quizá hubo aceras hay ahora unas inmensas zanjas para instalar las canalizaciones en toda la ciudad a la vez, por lo que no hay un rincón en el que no atruene el ruido de las palas, excavadoras, martillos neumáticos, camiones, etc. y el polvo no lo cubra todo. A este caos hay que añadir cientos de personas, coches viejísimos, todoterrenos importados, camionetas antediluvianas, carrilanas tiradas por caballitos, camellos, mulas, reatas de burros, autobuses y qué se yo que se cruzan y entrecruzan en total entropía uniendo sus gritos y sus bocinazos al estruendo de la obra. El paraíso, vaya.

Un vídeo ilustrativo del momento "Dessie en obras". Es un poco largo, pero bueno.



Llegamos a Mersa ya anochecido y nos alojamos en el mejor "hotel" de la ciudad. Nuestro cuarto tiene una cama de matrimonio con unas sábanas de limpieza nada dudosa (es evidente que están sucias), pero no hay bichos y estamos hechas polvo. Cenamos los espaguetis más picantes de mi vida y caemos rendidas en cama.

A las 7 nos sentamos a desayunar en una de las mesas del patio del hotel y el sol ya es de justicia. Es época de ayuno en el calendario copto, así que no hay mucho que elegir: podemos desayunar nada o nada, así que nos vamos a un garito cercano y llenamos el buche con un delicioso té especiado y una torta (cuyo nombre no recuerdo) sabrosa y esponjosa. De allí, de cabeza a la oficina a ducharnos y a reunirnos con el personal que trabaja en el terreno. Para nuestro alivio y pesar, nos presentan los impecables registros de actividades: los grupos de mujeres siguen ahorrando y formándose, los niños siguen recibiendo clases de apoyo, los programas de generación de ingresos van a toda marcha, al igual que los de sensibilización e incluso grupos de otras ONG han solicitado hacer programas de intercambio entre sus beneficiarias y las nuestras para aprender la metodología que tan bien está funcionando. Nos alegra saber que el dinero no se está tirando ni robando, pero nos parte el alma pensar que, por culpa de una mala persona estas mujeres se van a quedar sin apoyo el año que viene.

La escuela pública de Mersa.

Nos dirigimos a la escuela pública de Mersa para hablar con las niñas y niños de las clases de apoyo, que (en un aula sucia, vieja y mal equipada) nos cuentan lo mucho que han mejorado en el colegio, lo que quieren ser de mayores, por qué se apuntaron a las clases de refuerzo, qué es lo que más les gusta de ellas. Tienen los ojos negros, grandes y despiertos y yo me los quiero llevar a mi casa a todos.










Foto 1: Me las llevo a casa. Foto 2: Aula sucia, vieja y mal equipada.


Pausa para comer una cosa llamada tagabino: injera (la torta base de la alimentación etíope) con un puré especiado de color naranja, hecho con shiro (lentejas) que a mí me parece delicioso.

Nos reunimos con las mujeres de un grupo de ahorro, que nos invita amablemente a café (que yo rechazo, porque lo detesto) y nos cuenta como decidieron formar el grupo al ver lo bien que les iba a sus vecinas y que están participando en el programa de intercambio de experiencias que he mencionado antes. Son más tímidas que las indias, pero no menos determinadas.

Reunión del grupo de ahorro y apoyo mutuo.

Después, vamos a la oficina a reunirnos con representantes de la federación de grupos y, por último, bajamos al mercado donde las mujeres del grupo Brufesta ha negociado con las autoridades para que les cediesen un terreno y levantar un edificio (bueno, edificio es una palabra un poco grande para lo que han montado) donde cada una ha abierto un negocio. Nos recibe Yesekebede, una mujer decidida y encantadora que ya hace dos años pidió un crédito al grupo y consiguió la concesión del comedor de la escuela pública. Ahora tiene su puesto de delicioso té junto al mercado y nos invita mientras nos cuenta cómo ha cambiado su vida y ella misma, lo fuerte que se siente y cómo ya no le tiene miedo a nada "gracias a nosotras". María y yo nos miramos, retroalimentándonos el nudo en la garganta y, con los ojos húmedos le decimos (a través de Mohammed, porque no hablamos amárico, claro) que es gracias a ellas mismas.

Cada negocio, un color. Cada color, una mujer.

Empieza a caer la tarde y tenemos dos horas largas hasta Dessie, donde vamos a pasar la noche, así que es hora de marchar. En la oficina nos despedimos del personal y tiramos millas. En Dessie nos alojamos en el mejor hotel-restaurante de la ciudad que, por suerte, tiene generador, ya que hay apagón. La habitación, con un suelo de madera ciertamente ondulada, es amplia y las sábanas parecen algo menos sucias, pero al apagar la luz nuestros sueños se ven amenizados por el correteo de las ratas sobre nuestras cabezas.

Paisaje etíope: gente trabajando el campo.

Paisaje etíope: preciosas montañas torneadas.

Paisaje etíope: un pueblo.

A las 5.30 del viernes nos despierta alguien llamando a la puerta: por un malentendido el conductor ha venido a recogernos ahora y no a las 7.30 como habíamos acordado. Maldecimos su estampa, lo mandamos a echar la siesta con Mohammed e intentamos, sin éxito, seguir durmiendo. Sin ducharnos ni nada, emprendemos el regreso. Desgraciadamente, me siento en el lado del coche en el que pega el sol y mi brazo derecho llega a Addis con todo el aspecto de un corte helado de fresa y nata. Gajes del oficio. No me extenderé más en la descripción del paisaje porque, sorprendentemente, es el mismo que a la ida. Único incidente destacable: atropello de una cabra que milagrosamente no muere.

Otro incidente, también destacable.

Al llegar a Addis nos concedemos el lujo de ir a cenar a un buen restaurante donde pruebo el delicioso quanta fer fer (no estoy segura de que se escriba así), atendida por hermosas mujeres que me ofrecen agua tibia y toallitas limpias para lavarme las manos y sentada bajo las estrellas, que en Addis se ven a la perfección... o casi.

El sábado ya sabéis cómo transcurrió, así que os lo ahorro. Solo añadir que quedamos para cenar con las responsables de la otra contraparte que tenemos en Etiopía: unas mujeres encantadoras y eficaces que nos llevaron a un "restaurante cultural" donde asistimos a un espectáculo de cantos y danzas tradicionales. Lo pasé muy bien, salvo por el horrible momento en que, sin saber cómo, me vi arrastrada al escenario y obligada a intentar seguir los pasos que me marcaba un bailarín. Mis amigos dijeron que lo había hecho muy bien, pero es que son mis amigos. Es probable que no vuelva jamás a Etiopía solo para evitar que vuelva a ocurrirme.

No hay pruebas gráficas de mi humillación (por suerte), pero el baile era este, más o menos.



El domingo nos levantamos tarde, nos dimos una vuelta por un mercadillo de artesanía donde me compré dos cafeteras tradicionales de cerámica (un euro cada una) y un vestido típico de algodón bordado a mano al que espero sacar gran partido este verano (15 euros). Comida en el mismo restaurante de las "princesas abisinias", como despedida. Tomamos un té y recogemos las facturas, que procedemos a revisar con el consecuente cabreo que ya conocéis. Volvemos a casa y nos ponemos a currar: María en el informe y yo en los documentos para la chunga de la Martha. A las 9 un taxi nos recoge y nos lleva al aeropuerto. Ha sido intenso y estresante en algunos momentos, pero me llevo buen recuerdo del país, pese a las dos cosas que más duras se me han hecho: las terribles condiciones de higiene y, sobre todo, la expectación que despertamos los farangi (personas de raza blanca) entre la población local, que llega a ser molesta e incluso angustiosa cuanto te rodean 15 desconocidos que te dicen cosas en una lengua que no entiendes y se van acercando cada vez más a ti, acorralándote contra el coche.

He escrito esto como me ha salido, del tirón. No tengo ánimos para releerlo. Espero que no me tengáis en cuenta lo que haya podido escribir mal. Se admiten preguntas.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Luna de miel felina

Algo tarde, cuelgo un video que grabé en Tanzania, en el Serengeti. Fue uno de los momentos más especiales de mi vida:

lunes, 25 de agosto de 2008

El síndrome de Stendhal

Hotel Karamba, Zanzíbar

Bueno, he descuidado un poco el diario, pero aquí estoy de vuelta con muchas cosas que contar, porque hoy hemos estado en el paraíso. Pero vayamos por partes...

Al día siguiente de llegar, nos pegamos el madrugón y a las seis de la mañana estábamos en recepción para unirnos a Irina y Susana (dos chicas de madrid) y Marco (un chico italiano que viaja solo por todo el mundo, el tío), subirnos a un barco y dirigirnos a la Bahía de Menai, un área de conservación donde, con un poco de suerte se puede nadar o bucear con delfines. Bueno, nosotros no la tuvimos. La verdad es que fue un poco de bajón, porque nadar con delfines es uno de los sueños de mi vida, pero casi desde el principio ya me di cuenta de que no lo íbamos a conseguir. Kizimkazi, el pueblo donde estamos alojados, es el punto de partida de las embarcaciones que llevan a los turistas a Menai, pero como tienen que desplazarse desde otras zonas de la isla, no llegan hasta media mañana, por lo que cuando llegamos a la zona de avistamiento, “sólo” había 2 barcos más (luego llegó otro). En resumidas cuentas, que había pocos delfines y las embarcaciones los perseguían como locas, así que los pobres lo único que hacían era huir asustados. Me sentí mal por ellos y perdí toda la ilusión por nadar con ellos. Yo siempre me había imaginado nadar con un delfín como un momento tranquilo, en el que un animal tan inteligente y social sentía interés y curiosidad por mí y se acercaba libremente a ver de qué voy, nada que ver con aquello. Menos mal que nuestro capitán y nuestro guía se dieron cuenta de que no nos estaba gustando la persecución y nos ofrecieron, como alternativa, llevarnos a bucear a un arrecife que hay frente al hotel. ¡Eso sí que fue una maravilla! Era como estar en un documental de Cousteu... Pero me explayaré más dentro de un momento.

En la segunda planta de la Casa de las Maravillas, antiguo palacio de los sultanes, con los Jardines de Forodhani al fondo, que por desgracia estaban en obras.

Ayer, domingo, pasamos casi todo el día en Stone Town. Error. No niego que tiene un cierto encanto (pese a que está hecha polvo) y mucho interés arquitectónico, sobre todo con sus famosas puertas, pero es una trampa para turistas. Nuestro paseo por las callejuelas de la medina perdió todo su encanto (y acabó con mi paciencia) porque a cada paso había alguien tratando de venderte algo. Por ejemplo, había un montón de tiendecitas en las que me hubiera gustado entrar, pero siempre había un par de fulanos en la puerta que en cuento te acercabas ya te decían: “entra, entra, que entrar es gratis”. Yo será una tía peculiar, pero esas palabras producen en mí el efecto contrario. No os digo el efecto que producen en Moncho :-D

En fin, que pasamos calor (creo que fue el día de más calor) y nos llegamos a agobiar un poco, pero al menos hicimos las últimas compras que nos faltaban ;-)

Así de preciosas quedan las casas de Stone Town cuando están restauradas.

Y ahora vamos con lo que importa: la excursión de hoy. Salimos por la mañana en un dhow, los veleros típicos de Zanzíbar, famosos en el Índico porque se utilizaban en el comercio de especias y esclavos.

Otro dhow con el que nos cruzamos en nuestra travesía.

Nuestro destino: un banco de arena a algo más de una hora de travesía del hotel, donde comeremos una parrillada de marisco después de bucear (a pulmón) en el arrecife de coral. Como ya parece una costumbre en Zanzíbar, salimos con el cielo encapotado y gris, del mismo color que el mar, pero poco a poco irá saliendo el sol. La verdad es que la cosa nos vino de perlas, porque el sol zurra duro (estamos a 6º sur del Ecuador) y a la vuelta lo pagó nuestra espalda, pese a la protección 50 de farmacia... De camino al banco de arena nos paramos en un manglar, donde podemos ver una colonia de colobos rojos (una especie endémica de Zanzíbar y en grave peligro de extinción) saltando de rama en rama, aunque por desgracia no logré sacarles ninguna foto porque se mueven con una agilidad y una rapidez asombrosa.


Manglar lleno de colobos que no se pueden ver en la foto.

La belleza del agua de una transparencia y unos colores indescriptibles en la zona del arrecife, el contraste con la blancura de la arena del banco y del verde de la espesura que puebla los islotes rocosos te produce una euforia total, una sensación de bienestar y felicidad como pocos momentos de la vida. Esto queda demostrado por los gritos de alegría que pegaba Irina (que se nos unió en el último momento) cuando se lanzó al agua :D

Dejamos a uno de nuestros (dos) guías en el banco de arena en compañía de las aves marinas, sus únicos habitantes, para que fuese preparando la comida y montando un toldo bajo el que dar cuenta de ella y nos alejamos en el dhow, apenas 200 m para explorar el arrecife. La primera que salta del barco soy yo y cuando “amerizo” casi sufro un ataque de síndrome de Sthendal: me rodea un banco de cientos de pececillos violeta fosforescente, a mis pies hay un enorme pólipo morado del tamaño de una butaca y la vida bulle por todas partes en forma, de peces de todos los colores, tamaños y formas, persiguiéndose, alimentándose de las algas y el coral: peces loro, peces ángel, peces cirujano... Hemos visto almejas gigantes; corales duros y blandos de todos los colores; una estación de limpieza donde minúsculos pececillos limpian de parásitos a otros peces grandes que, en cualquier otro lugar se los comerían; peces payaso moviéndose libremente en su anémona, que ni se molestan en alejarse de ti entre la seguridad de los tentáculos urticantes; enormes pólipos, estrellas y pepinos de mar de colores intensos, ofiuras y toda una serie de animales que no conozco ni sé como se llaman. No os imagináis lo que lamenté haberle hecho caso a Moncho y no haber comprado una cámara sumergible de usar y tirar :’-(

Os dejo con unas fotos del banco de coral.





viernes, 22 de agosto de 2008

La isla del paraíso

Hotel Karamba, Zanzibar

El avión comienza a descender y a mí me parece que el asiento está lleno de pinchos, porque me resulta imposible mantener el culo pegado a él, a la vista de las maravillas que se vislumbran por la ventana. Los juegos de azules imposibles, los manglares, los bancos de arena, las islitas cubiertas de espesura hasta el último metro cuadrado... Nos aproximamos a Zanzíbar y, pese a que Moshi nos despidió con una triste llovizna, luce un sol esplendoroso.


Islote inmortalizado por Moncho desde la ventanilla del avión de Precision Air.

El aeropuerto es pequeño, minúsculo. Hasta el punto que no hay cinta transportadora para las maletas, sino un par de fulanitos que las van colocando sobre un mostrador :-D Las nuestras, como no, salen las últimas, pero salen, que es lo que importa, así que prueba superada.

El archipiélago de Zanzíbar (que incluye las islas de Zanzíbar –Unguja en suahili– y Pemba) tiene unos 2.000.000 de habitantes y eso se nota ya desde el aire, al contemplar el mar de chabolas de techo de planchas metálicas que se arraciman alrededor de la capital de la isla. Sin embargo, a medida que avanzamos hacia el sur en la furgo de la agencia que nos ha venido a recoger el número de viviendas y personas al borde de la carretera comienza a decrecer y a pocos kilómetros de Kizimkazi (donde se encuentra nuestro hotel) ya no se ve nada más que vegetación. El trayecto de poco más de una hora que va de la ciudad de Zanzíbar a Kizimkazi te transporta, en realidad, a otro mundo: dejas atrás el bullicio de gente y gente, el ruido de los coches destartalados, el olor de los basureros que bordean la carretera y llegas a un pueblecito de pescadores al borde de una playa pequeña, de arena blanca, con los barquitos de los pescadores… y nada más. No hay chiringuitos, no hay discotecas, no hay bares. Sólo las cabañitas de techo de paja de los dos únicos hoteles del lugar.

El nuestro se llama Karamba, porque lo montaron Gemma, una chica de Sabadell que lleva 10 años en África y la conoce de cabo a rabo, y su marido Paul, un ugandés guapísimo y encantador, experto cocinero y conocedor del yoga y el ayurveda (no os perdáis sus masajes). El Karamba no es un lugar para turistas, es para viajeros. El que espere súper lujo, productos de baño importados en el aseo, piscina con bar, aire acondicionado, animación nocturna y camareros con corbata es mejor que elija entre los muchos hoteles de ese estilo que encontrará en otros lugares de la isla. En Kizimkazi y en el Karamba lo que hay es tranquilidad, buen rollo y un ambiente muy especial. No me interpretéis mal: no es un hotel de lujo, pero no le falta de nada y cada detalle está hecho con todo el cariño y todo el cuidado. Los camareros no llevan corbata, sino vaqueros y camiseta, pero son los más amables, sonrientes y eficaces que nos encontramos en Tanzania (país donde el personal de hostelería no se caracteriza por darse mucha vidilla en atender, precisamente). Nada más llegar, mágicamente la maleta que había en tu mano se transforma en un zumo de frutas recién hecho y mientras te sientas a disfrutarlo, uno de los chicos de recepción te explica todos los servicios que te ofrece el hotel, firmas el libro de registro y a tu cuarto.


El hotel desde el mar.

Los bungalows están como a 4 m del mar, escondidos entre unos jardines tropicales preciosos, llenos de flores y de aromas, de manera que desde el mar, apenas se percibe que el hotel está allí, escondido entre la vegetación. Sin embargo, desde las tumbonas del jardín y desde los porches de los bungalows se ve el mar perfectamente y se puede disfrutar de las puestas de sol más preciosas que hayáis visto en vuestra vida.


Moncho, en una de las tumbonas del jardín al atardecer.


Puesta de sol desde el porche de nuestro bungalow.


Foto sacada desde una de las tumbonas.

Nuestra habitación se llama Ngalawa, como los catamaranes de los pescadores y es la de lujo. Sobre la cama con dosel de mosquitera (hecha de madera de cocotero, según nos informan) han esparcido pétalos de buganvilla y la brisa que se cuela por las ventanas trae el olor del mar, que se oye un poco alejado porque la marea está baja, dejando al descubierto las colonias de corales blandos del borde del arrecife que hay frente al hotel. El ventilador de techo (que no necesitamos encender nunca), las vigas de madera negra que contrastan con la blancura del techo, la decoración hecha con conchas, trozos de coral, madera rústica, lino, esparto y colores cálidos en las telas y las paredes; el baño, que combina a la perfección un aire rústico y moderno y la ducha “al aire libre” (más bien sin techo, porque paredes tiene) que te permite disfrutar del sol de día y de las estrellas de noche te hacen sentir al mismo tiempo como en casa y como en una película.
sé que ya lo he dicho, pero en este hotel todo está hecho con amor y con mucho gusto. Las zonas comunes (bar, comedor, zona de juegos y televisión que nunca enciende nadie, por cierto) se distribuyen bajo una inmensa estructura de pilares madera sin paredes que soportan un altísimo tejado de paja. Las mesas, las sillas, las lámparas, hasta los manteles individuales... todo está hecho con materiales naturales y a mano conservando ese equilibrio entre naturaleza, encanto y comodidad. Es difícil describir la paz y el buen rollo que se siente disfrutando un delicioso pescado recién sacado del agua o un combinado de frutas mientras ves esto:


Vistas de la playa al atardecer, con marea baja, desde el bar del hotel.


Vistas desde nuestra mesa del comedor.

Después de cenar hemos estado charlando un rato con Gemma, que nos ha ayudado a organizar todas las excursiones que haremos en los cuatro días que nos quedan. Mañana iremos hasta la bahía de Menay a ver si logramos nadar con delfines. No quiero emocionarme mucho, porque es posible que no lo consigamos. En fin, ya contaré.

jueves, 21 de agosto de 2008

No pain, no glory

Hotel Impala, Moshi
2.770 m, justo por encima del cinturón de selva que adorna la falda del Kilimanjaro. Subir me ha dejado exhausta, permanecer allí, helada y bajar, dolorida. Tengo 7 ampollas para demostrarlo. Nunca había subido tan alto, pero no lo repetiría. Ducha caliente, cena y a cama.


Moncho simulando que a él no le cuesta subir ni nada.


Colobos blancos y negros, muy abundantes en la zona boscosa del Kili.