Algo tarde, cuelgo un video que grabé en Tanzania, en el Serengeti. Fue uno de los momentos más especiales de mi vida:
miércoles, 17 de diciembre de 2008
lunes, 25 de agosto de 2008
El síndrome de Stendhal
Hotel Karamba, Zanzíbar
Bueno, he descuidado un poco el diario, pero aquí estoy de vuelta con muchas cosas que contar, porque hoy hemos estado en el paraíso. Pero vayamos por partes...
Al día siguiente de llegar, nos pegamos el madrugón y a las seis de la mañana estábamos en recepción para unirnos a Irina y Susana (dos chicas de madrid) y Marco (un chico italiano que viaja solo por todo el mundo, el tío), subirnos a un barco y dirigirnos a la Bahía de Menai, un área de conservación donde, con un poco de suerte se puede nadar o bucear con delfines. Bueno, nosotros no la tuvimos. La verdad es que fue un poco de bajón, porque nadar con delfines es uno de los sueños de mi vida, pero casi desde el principio ya me di cuenta de que no lo íbamos a conseguir. Kizimkazi, el pueblo donde estamos alojados, es el punto de partida de las embarcaciones que llevan a los turistas a Menai, pero como tienen que desplazarse desde otras zonas de la isla, no llegan hasta media mañana, por lo que cuando llegamos a la zona de avistamiento, “sólo” había 2 barcos más (luego llegó otro). En resumidas cuentas, que había pocos delfines y las embarcaciones los perseguían como locas, así que los pobres lo único que hacían era huir asustados. Me sentí mal por ellos y perdí toda la ilusión por nadar con ellos. Yo siempre me había imaginado nadar con un delfín como un momento tranquilo, en el que un animal tan inteligente y social sentía interés y curiosidad por mí y se acercaba libremente a ver de qué voy, nada que ver con aquello. Menos mal que nuestro capitán y nuestro guía se dieron cuenta de que no nos estaba gustando la persecución y nos ofrecieron, como alternativa, llevarnos a bucear a un arrecife que hay frente al hotel. ¡Eso sí que fue una maravilla! Era como estar en un documental de Cousteu... Pero me explayaré más dentro de un momento.
En la segunda planta de la Casa de las Maravillas, antiguo palacio de los sultanes, con los Jardines de Forodhani al fondo, que por desgracia estaban en obras.
Ayer, domingo, pasamos casi todo el día en Stone Town. Error. No niego que tiene un cierto encanto (pese a que está hecha polvo) y mucho interés arquitectónico, sobre todo con sus famosas puertas, pero es una trampa para turistas. Nuestro paseo por las callejuelas de la medina perdió todo su encanto (y acabó con mi paciencia) porque a cada paso había alguien tratando de venderte algo. Por ejemplo, había un montón de tiendecitas en las que me hubiera gustado entrar, pero siempre había un par de fulanos en la puerta que en cuento te acercabas ya te decían: “entra, entra, que entrar es gratis”. Yo será una tía peculiar, pero esas palabras producen en mí el efecto contrario. No os digo el efecto que producen en Moncho :-D
En fin, que pasamos calor (creo que fue el día de más calor) y nos llegamos a agobiar un poco, pero al menos hicimos las últimas compras que nos faltaban ;-)
Y ahora vamos con lo que importa: la excursión de hoy. Salimos por la mañana en un dhow, los veleros típicos de Zanzíbar, famosos en el Índico porque se utilizaban en el comercio de especias y esclavos.
Nuestro destino: un banco de arena a algo más de una hora de travesía del hotel, donde comeremos una parrillada de marisco después de bucear (a pulmón) en el arrecife de coral. Como ya parece una costumbre en Zanzíbar, salimos con el cielo encapotado y gris, del mismo color que el mar, pero poco a poco irá saliendo el sol. La verdad es que la cosa nos vino de perlas, porque el sol zurra duro (estamos a 6º sur del Ecuador) y a la vuelta lo pagó nuestra espalda, pese a la protección 50 de farmacia... De camino al banco de arena nos paramos en un manglar, donde podemos ver una colonia de colobos rojos (una especie endémica de Zanzíbar y en grave peligro de extinción) saltando de rama en rama, aunque por desgracia no logré sacarles ninguna foto porque se mueven con una agilidad y una rapidez asombrosa.
La belleza del agua de una transparencia y unos colores indescriptibles en la zona del arrecife, el contraste con la blancura de la arena del banco y del verde de la espesura que puebla los islotes rocosos te produce una euforia total, una sensación de bienestar y felicidad como pocos momentos de la vida. Esto queda demostrado por los gritos de alegría que pegaba Irina (que se nos unió en el último momento) cuando se lanzó al agua :D
Dejamos a uno de nuestros (dos) guías en el banco de arena en compañía de las aves marinas, sus únicos habitantes, para que fuese preparando la comida y montando un toldo bajo el que dar cuenta de ella y nos alejamos en el dhow, apenas 200 m para explorar el arrecife. La primera que salta del barco soy yo y cuando “amerizo” casi sufro un ataque de síndrome de Sthendal: me rodea un banco de cientos de pececillos violeta fosforescente, a mis pies hay un enorme pólipo morado del tamaño de una butaca y la vida bulle por todas partes en forma, de peces de todos los colores, tamaños y formas, persiguiéndose, alimentándose de las algas y el coral: peces loro, peces ángel, peces cirujano... Hemos visto almejas gigantes; corales duros y blandos de todos los colores; una estación de limpieza donde minúsculos pececillos limpian de parásitos a otros peces grandes que, en cualquier otro lugar se los comerían; peces payaso moviéndose libremente en su anémona, que ni se molestan en alejarse de ti entre la seguridad de los tentáculos urticantes; enormes pólipos, estrellas y pepinos de mar de colores intensos, ofiuras y toda una serie de animales que no conozco ni sé como se llaman. No os imagináis lo que lamenté haberle hecho caso a Moncho y no haber comprado una cámara sumergible de usar y tirar :’-(
Os dejo con unas fotos del banco de coral.
Bueno, he descuidado un poco el diario, pero aquí estoy de vuelta con muchas cosas que contar, porque hoy hemos estado en el paraíso. Pero vayamos por partes...
Al día siguiente de llegar, nos pegamos el madrugón y a las seis de la mañana estábamos en recepción para unirnos a Irina y Susana (dos chicas de madrid) y Marco (un chico italiano que viaja solo por todo el mundo, el tío), subirnos a un barco y dirigirnos a la Bahía de Menai, un área de conservación donde, con un poco de suerte se puede nadar o bucear con delfines. Bueno, nosotros no la tuvimos. La verdad es que fue un poco de bajón, porque nadar con delfines es uno de los sueños de mi vida, pero casi desde el principio ya me di cuenta de que no lo íbamos a conseguir. Kizimkazi, el pueblo donde estamos alojados, es el punto de partida de las embarcaciones que llevan a los turistas a Menai, pero como tienen que desplazarse desde otras zonas de la isla, no llegan hasta media mañana, por lo que cuando llegamos a la zona de avistamiento, “sólo” había 2 barcos más (luego llegó otro). En resumidas cuentas, que había pocos delfines y las embarcaciones los perseguían como locas, así que los pobres lo único que hacían era huir asustados. Me sentí mal por ellos y perdí toda la ilusión por nadar con ellos. Yo siempre me había imaginado nadar con un delfín como un momento tranquilo, en el que un animal tan inteligente y social sentía interés y curiosidad por mí y se acercaba libremente a ver de qué voy, nada que ver con aquello. Menos mal que nuestro capitán y nuestro guía se dieron cuenta de que no nos estaba gustando la persecución y nos ofrecieron, como alternativa, llevarnos a bucear a un arrecife que hay frente al hotel. ¡Eso sí que fue una maravilla! Era como estar en un documental de Cousteu... Pero me explayaré más dentro de un momento.

Ayer, domingo, pasamos casi todo el día en Stone Town. Error. No niego que tiene un cierto encanto (pese a que está hecha polvo) y mucho interés arquitectónico, sobre todo con sus famosas puertas, pero es una trampa para turistas. Nuestro paseo por las callejuelas de la medina perdió todo su encanto (y acabó con mi paciencia) porque a cada paso había alguien tratando de venderte algo. Por ejemplo, había un montón de tiendecitas en las que me hubiera gustado entrar, pero siempre había un par de fulanos en la puerta que en cuento te acercabas ya te decían: “entra, entra, que entrar es gratis”. Yo será una tía peculiar, pero esas palabras producen en mí el efecto contrario. No os digo el efecto que producen en Moncho :-D
En fin, que pasamos calor (creo que fue el día de más calor) y nos llegamos a agobiar un poco, pero al menos hicimos las últimas compras que nos faltaban ;-)
Y ahora vamos con lo que importa: la excursión de hoy. Salimos por la mañana en un dhow, los veleros típicos de Zanzíbar, famosos en el Índico porque se utilizaban en el comercio de especias y esclavos.
Nuestro destino: un banco de arena a algo más de una hora de travesía del hotel, donde comeremos una parrillada de marisco después de bucear (a pulmón) en el arrecife de coral. Como ya parece una costumbre en Zanzíbar, salimos con el cielo encapotado y gris, del mismo color que el mar, pero poco a poco irá saliendo el sol. La verdad es que la cosa nos vino de perlas, porque el sol zurra duro (estamos a 6º sur del Ecuador) y a la vuelta lo pagó nuestra espalda, pese a la protección 50 de farmacia... De camino al banco de arena nos paramos en un manglar, donde podemos ver una colonia de colobos rojos (una especie endémica de Zanzíbar y en grave peligro de extinción) saltando de rama en rama, aunque por desgracia no logré sacarles ninguna foto porque se mueven con una agilidad y una rapidez asombrosa.
La belleza del agua de una transparencia y unos colores indescriptibles en la zona del arrecife, el contraste con la blancura de la arena del banco y del verde de la espesura que puebla los islotes rocosos te produce una euforia total, una sensación de bienestar y felicidad como pocos momentos de la vida. Esto queda demostrado por los gritos de alegría que pegaba Irina (que se nos unió en el último momento) cuando se lanzó al agua :D
Dejamos a uno de nuestros (dos) guías en el banco de arena en compañía de las aves marinas, sus únicos habitantes, para que fuese preparando la comida y montando un toldo bajo el que dar cuenta de ella y nos alejamos en el dhow, apenas 200 m para explorar el arrecife. La primera que salta del barco soy yo y cuando “amerizo” casi sufro un ataque de síndrome de Sthendal: me rodea un banco de cientos de pececillos violeta fosforescente, a mis pies hay un enorme pólipo morado del tamaño de una butaca y la vida bulle por todas partes en forma, de peces de todos los colores, tamaños y formas, persiguiéndose, alimentándose de las algas y el coral: peces loro, peces ángel, peces cirujano... Hemos visto almejas gigantes; corales duros y blandos de todos los colores; una estación de limpieza donde minúsculos pececillos limpian de parásitos a otros peces grandes que, en cualquier otro lugar se los comerían; peces payaso moviéndose libremente en su anémona, que ni se molestan en alejarse de ti entre la seguridad de los tentáculos urticantes; enormes pólipos, estrellas y pepinos de mar de colores intensos, ofiuras y toda una serie de animales que no conozco ni sé como se llaman. No os imagináis lo que lamenté haberle hecho caso a Moncho y no haber comprado una cámara sumergible de usar y tirar :’-(
Os dejo con unas fotos del banco de coral.
viernes, 22 de agosto de 2008
La isla del paraíso
Hotel Karamba, Zanzibar

El nuestro se llama Karamba, porque lo montaron Gemma, una chica de Sabadell que lleva 10 años en África y la conoce de cabo a rabo, y su marido Paul, un ugandés guapísimo y encantador, experto cocinero y conocedor del yoga y el ayurveda (no os perdáis sus masajes). El Karamba no es un lugar para turistas, es para viajeros. El que espere súper lujo, productos de baño importados en el aseo, piscina con bar, aire acondicionado, animación nocturna y camareros con corbata es mejor que elija entre los muchos hoteles de ese estilo que encontrará en otros lugares de la isla. En Kizimkazi y en el Karamba lo que hay es tranquilidad, buen rollo y un ambiente muy especial. No me interpretéis mal: no es un hotel de lujo, pero no le falta de nada y cada detalle está hecho con todo el cariño y todo el cuidado. Los camareros no llevan corbata, sino vaqueros y camiseta, pero son los más amables, sonrientes y eficaces que nos encontramos en Tanzania (país donde el personal de hostelería no se caracteriza por darse mucha vidilla en atender, precisamente). Nada más llegar, mágicamente la maleta que había en tu mano se transforma en un zumo de frutas recién hecho y mientras te sientas a disfrutarlo, uno de los chicos de recepción te explica todos los servicios que te ofrece el hotel, firmas el libro de registro y a tu cuarto.


Moncho, en una de las tumbonas del jardín al atardecer.

Puesta de sol desde el porche de nuestro bungalow.


Vistas de la playa al atardecer, con marea baja, desde el bar del hotel.

Vistas desde nuestra mesa del comedor.
El avión comienza a descender y a mí me parece que el asiento está lleno de pinchos, porque me resulta imposible mantener el culo pegado a él, a la vista de las maravillas que se vislumbran por la ventana. Los juegos de azules imposibles, los manglares, los bancos de arena, las islitas cubiertas de espesura hasta el último metro cuadrado... Nos aproximamos a Zanzíbar y, pese a que Moshi nos despidió con una triste llovizna, luce un sol esplendoroso.

Islote inmortalizado por Moncho desde la ventanilla del avión de Precision Air.
El aeropuerto es pequeño, minúsculo. Hasta el punto que no hay cinta transportadora para las maletas, sino un par de fulanitos que las van colocando sobre un mostrador :-D Las nuestras, como no, salen las últimas, pero salen, que es lo que importa, así que prueba superada.
El archipiélago de Zanzíbar (que incluye las islas de Zanzíbar –Unguja en suahili– y Pemba) tiene unos 2.000.000 de habitantes y eso se nota ya desde el aire, al contemplar el mar de chabolas de techo de planchas metálicas que se arraciman alrededor de la capital de la isla. Sin embargo, a medida que avanzamos hacia el sur en la furgo de la agencia que nos ha venido a recoger el número de viviendas y personas al borde de la carretera comienza a decrecer y a pocos kilómetros de Kizimkazi (donde se encuentra nuestro hotel) ya no se ve nada más que vegetación. El trayecto de poco más de una hora que va de la ciudad de Zanzíbar a Kizimkazi te transporta, en realidad, a otro mundo: dejas atrás el bullicio de gente y gente, el ruido de los coches destartalados, el olor de los basureros que bordean la carretera y llegas a un pueblecito de pescadores al borde de una playa pequeña, de arena blanca, con los barquitos de los pescadores… y nada más. No hay chiringuitos, no hay discotecas, no hay bares. Sólo las cabañitas de techo de paja de los dos únicos hoteles del lugar.
El archipiélago de Zanzíbar (que incluye las islas de Zanzíbar –Unguja en suahili– y Pemba) tiene unos 2.000.000 de habitantes y eso se nota ya desde el aire, al contemplar el mar de chabolas de techo de planchas metálicas que se arraciman alrededor de la capital de la isla. Sin embargo, a medida que avanzamos hacia el sur en la furgo de la agencia que nos ha venido a recoger el número de viviendas y personas al borde de la carretera comienza a decrecer y a pocos kilómetros de Kizimkazi (donde se encuentra nuestro hotel) ya no se ve nada más que vegetación. El trayecto de poco más de una hora que va de la ciudad de Zanzíbar a Kizimkazi te transporta, en realidad, a otro mundo: dejas atrás el bullicio de gente y gente, el ruido de los coches destartalados, el olor de los basureros que bordean la carretera y llegas a un pueblecito de pescadores al borde de una playa pequeña, de arena blanca, con los barquitos de los pescadores… y nada más. No hay chiringuitos, no hay discotecas, no hay bares. Sólo las cabañitas de techo de paja de los dos únicos hoteles del lugar.
El nuestro se llama Karamba, porque lo montaron Gemma, una chica de Sabadell que lleva 10 años en África y la conoce de cabo a rabo, y su marido Paul, un ugandés guapísimo y encantador, experto cocinero y conocedor del yoga y el ayurveda (no os perdáis sus masajes). El Karamba no es un lugar para turistas, es para viajeros. El que espere súper lujo, productos de baño importados en el aseo, piscina con bar, aire acondicionado, animación nocturna y camareros con corbata es mejor que elija entre los muchos hoteles de ese estilo que encontrará en otros lugares de la isla. En Kizimkazi y en el Karamba lo que hay es tranquilidad, buen rollo y un ambiente muy especial. No me interpretéis mal: no es un hotel de lujo, pero no le falta de nada y cada detalle está hecho con todo el cariño y todo el cuidado. Los camareros no llevan corbata, sino vaqueros y camiseta, pero son los más amables, sonrientes y eficaces que nos encontramos en Tanzania (país donde el personal de hostelería no se caracteriza por darse mucha vidilla en atender, precisamente). Nada más llegar, mágicamente la maleta que había en tu mano se transforma en un zumo de frutas recién hecho y mientras te sientas a disfrutarlo, uno de los chicos de recepción te explica todos los servicios que te ofrece el hotel, firmas el libro de registro y a tu cuarto.

El hotel desde el mar.
Los bungalows están como a 4 m del mar, escondidos entre unos jardines tropicales preciosos, llenos de flores y de aromas, de manera que desde el mar, apenas se percibe que el hotel está allí, escondido entre la vegetación. Sin embargo, desde las tumbonas del jardín y desde los porches de los bungalows se ve el mar perfectamente y se puede disfrutar de las puestas de sol más preciosas que hayáis visto en vuestra vida.

Moncho, en una de las tumbonas del jardín al atardecer.

Puesta de sol desde el porche de nuestro bungalow.

Foto sacada desde una de las tumbonas.
Nuestra habitación se llama Ngalawa, como los catamaranes de los pescadores y es la de lujo. Sobre la cama con dosel de mosquitera (hecha de madera de cocotero, según nos informan) han esparcido pétalos de buganvilla y la brisa que se cuela por las ventanas trae el olor del mar, que se oye un poco alejado porque la marea está baja, dejando al descubierto las colonias de corales blandos del borde del arrecife que hay frente al hotel. El ventilador de techo (que no necesitamos encender nunca), las vigas de madera negra que contrastan con la blancura del techo, la decoración hecha con conchas, trozos de coral, madera rústica, lino, esparto y colores cálidos en las telas y las paredes; el baño, que combina a la perfección un aire rústico y moderno y la ducha “al aire libre” (más bien sin techo, porque paredes tiene) que te permite disfrutar del sol de día y de las estrellas de noche te hacen sentir al mismo tiempo como en casa y como en una película.
sé que ya lo he dicho, pero en este hotel todo está hecho con amor y con mucho gusto. Las zonas comunes (bar, comedor, zona de juegos y televisión que nunca enciende nadie, por cierto) se distribuyen bajo una inmensa estructura de pilares madera sin paredes que soportan un altísimo tejado de paja. Las mesas, las sillas, las lámparas, hasta los manteles individuales... todo está hecho con materiales naturales y a mano conservando ese equilibrio entre naturaleza, encanto y comodidad. Es difícil describir la paz y el buen rollo que se siente disfrutando un delicioso pescado recién sacado del agua o un combinado de frutas mientras ves esto:
sé que ya lo he dicho, pero en este hotel todo está hecho con amor y con mucho gusto. Las zonas comunes (bar, comedor, zona de juegos y televisión que nunca enciende nadie, por cierto) se distribuyen bajo una inmensa estructura de pilares madera sin paredes que soportan un altísimo tejado de paja. Las mesas, las sillas, las lámparas, hasta los manteles individuales... todo está hecho con materiales naturales y a mano conservando ese equilibrio entre naturaleza, encanto y comodidad. Es difícil describir la paz y el buen rollo que se siente disfrutando un delicioso pescado recién sacado del agua o un combinado de frutas mientras ves esto:

Vistas de la playa al atardecer, con marea baja, desde el bar del hotel.

Vistas desde nuestra mesa del comedor.
Después de cenar hemos estado charlando un rato con Gemma, que nos ha ayudado a organizar todas las excursiones que haremos en los cuatro días que nos quedan. Mañana iremos hasta la bahía de Menay a ver si logramos nadar con delfines. No quiero emocionarme mucho, porque es posible que no lo consigamos. En fin, ya contaré.
jueves, 21 de agosto de 2008
No pain, no glory
Hotel Impala, Moshi
2.770 m, justo por encima del cinturón de selva que adorna la falda del Kilimanjaro. Subir me ha dejado exhausta, permanecer allí, helada y bajar, dolorida. Tengo 7 ampollas para demostrarlo. Nunca había subido tan alto, pero no lo repetiría. Ducha caliente, cena y a cama.

Moncho simulando que a él no le cuesta subir ni nada.

2.770 m, justo por encima del cinturón de selva que adorna la falda del Kilimanjaro. Subir me ha dejado exhausta, permanecer allí, helada y bajar, dolorida. Tengo 7 ampollas para demostrarlo. Nunca había subido tan alto, pero no lo repetiría. Ducha caliente, cena y a cama.

Moncho simulando que a él no le cuesta subir ni nada.

Colobos blancos y negros, muy abundantes en la zona boscosa del Kili.
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miércoles, 20 de agosto de 2008
La tierra de los gigantes
Hotel Impala, Moshi
Hoy se ha terminado la parte de safari del viaje y los dos estamos un poco (bastante) tristes por tener que marcharnos de esta hermosa tierra.

Tarangire, el elefante y el baobab.
Nuestro último parque, Tarangire, la tierra del elefante y el baobab, me ha enamorado con su encanto. La guía Lonely Planet de Tanzania (que, por cierto, se lo hemos regalado a Max) dice que Tarangire es un bonito parque normalmente olvidado en los circuitos del norte, pero que merece más atención y, en mi opinión todo es completamente cierto. Aunque se agradece una enormidad poder contemplar una manada de 30 elefantes desmochando acacias plácidamente mientras los bebés maman y juegan a pelearse, sin tener que compartir el momento con nadie más.
El mejor momento para visitar Tarangire es la estación seca, cuando los elefantes y los rebaños de antílopes, gacelas y cebras acuden a disfrutar del agua que ofrecen el río y las numerosas charcas que conserva el parque. En el Serengeti, los herbívoros sincronizan sus partos en apenas una semana a finales de la estación lluviosa corta (a principios de febrero), cuando hay pasto verde para todos (y como estrategia de superviviencia, ya que los depredadores son literalmente incapaces de comerse tanta cría. Pero en Tarangire abunda el agua y, para mi deleite, la época de cría es más flexible. Así que gracias a eso hemos podido ver bebés impala de enormes ojos asustadizos y cebritas de aspecto algodonoso y patas largas y pequeños ñus mamando en medio de los grandes rebaños.
Pero como decía, Tarangire es la tierra del baobab y el elefante. No es fácil describir la presencia imponente de estos árboles milenarios (alcanzan los 3.000 años) que levantan sus ramas, desnudas en la estación seca, por encima de cualquier otra cosa en la sabana. Ellos han visto a los masai cazar y pastorear desde mucho antes de que el primer blanco pusiese el pie en esas tierras, han asistido a las guerras tribales y coloniales, han servido de guarida a los cazadores furtivos con sus troncos huecos y han sobrevivido al voraz apetito de los elefantes. Porque en Tarangire sólo se ven baobabs gigantes (todos ellos con la corteza arrancada a trompa y colmillo hasta una altura respetable): los pequeños mueren a manos de los elefantes antes de poder alcanzar la edad en que la fuerza del más grande de los animales terrestres es derrotada por la robustez del más grande de los árboles, los seres casi inmortales. Como dios, que según cuenta la leyenda africana, se enfadó tanto un día con el baobab que lo expulsó del cielo, arrojándolo a la tierra con tanta fuerza que el árbol cayó patas arriba y por eso sus ramas parecen raíces.

Enorme baobab (sólo hay que compararlo con el que tiene al lado, que no era manco) desgajado por su propio peso.
¿Qué más decir de Tarangire? Que está lleno de aves. Toda Tanzania lo está, pero su densidad aquí es abrumadora. Inseparables, loros, perdices, codornices, pintadas de varias clases, secretarios, buitres y rapaces (diurnas y nocturnas) de numerosas especies, calaos grandes y pequeños, zancudas y pajarillos desconocidos para nosotros, avestruces, turacos y tórtolas y palomas para todos los gustos. Y así hasta 550 especies.
Hoy se ha terminado la parte de safari del viaje y los dos estamos un poco (bastante) tristes por tener que marcharnos de esta hermosa tierra.

Tarangire, el elefante y el baobab.
Nuestro último parque, Tarangire, la tierra del elefante y el baobab, me ha enamorado con su encanto. La guía Lonely Planet de Tanzania (que, por cierto, se lo hemos regalado a Max) dice que Tarangire es un bonito parque normalmente olvidado en los circuitos del norte, pero que merece más atención y, en mi opinión todo es completamente cierto. Aunque se agradece una enormidad poder contemplar una manada de 30 elefantes desmochando acacias plácidamente mientras los bebés maman y juegan a pelearse, sin tener que compartir el momento con nadie más.

Grupo pequeño de elefantes. El más grande que vimos era de casi 40 (aunque alcanzan los 300 ejemplares) e incluía una cría tan pequeñita que apenas sobresalía entre la hierba.
El mejor momento para visitar Tarangire es la estación seca, cuando los elefantes y los rebaños de antílopes, gacelas y cebras acuden a disfrutar del agua que ofrecen el río y las numerosas charcas que conserva el parque. En el Serengeti, los herbívoros sincronizan sus partos en apenas una semana a finales de la estación lluviosa corta (a principios de febrero), cuando hay pasto verde para todos (y como estrategia de superviviencia, ya que los depredadores son literalmente incapaces de comerse tanta cría. Pero en Tarangire abunda el agua y, para mi deleite, la época de cría es más flexible. Así que gracias a eso hemos podido ver bebés impala de enormes ojos asustadizos y cebritas de aspecto algodonoso y patas largas y pequeños ñus mamando en medio de los grandes rebaños.

Ya sé que estaba hablando de bebés, pero os pongo una manada de ñus, porque no había puesto ninguna aún.
Pero como decía, Tarangire es la tierra del baobab y el elefante. No es fácil describir la presencia imponente de estos árboles milenarios (alcanzan los 3.000 años) que levantan sus ramas, desnudas en la estación seca, por encima de cualquier otra cosa en la sabana. Ellos han visto a los masai cazar y pastorear desde mucho antes de que el primer blanco pusiese el pie en esas tierras, han asistido a las guerras tribales y coloniales, han servido de guarida a los cazadores furtivos con sus troncos huecos y han sobrevivido al voraz apetito de los elefantes. Porque en Tarangire sólo se ven baobabs gigantes (todos ellos con la corteza arrancada a trompa y colmillo hasta una altura respetable): los pequeños mueren a manos de los elefantes antes de poder alcanzar la edad en que la fuerza del más grande de los animales terrestres es derrotada por la robustez del más grande de los árboles, los seres casi inmortales. Como dios, que según cuenta la leyenda africana, se enfadó tanto un día con el baobab que lo expulsó del cielo, arrojándolo a la tierra con tanta fuerza que el árbol cayó patas arriba y por eso sus ramas parecen raíces.

Enorme baobab (sólo hay que compararlo con el que tiene al lado, que no era manco) desgajado por su propio peso.
¿Qué más decir de Tarangire? Que está lleno de aves. Toda Tanzania lo está, pero su densidad aquí es abrumadora. Inseparables, loros, perdices, codornices, pintadas de varias clases, secretarios, buitres y rapaces (diurnas y nocturnas) de numerosas especies, calaos grandes y pequeños, zancudas y pajarillos desconocidos para nosotros, avestruces, turacos y tórtolas y palomas para todos los gustos. Y así hasta 550 especies.

Ya sé que estaba hablando de pájaros, pero no tengo fotos de ninguno, así que os pongo unas cebras bebiendo en el río Tarangire.
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