jueves, 12 de agosto de 2010

Pequeños gigantes

Las cinco y media de la mañana y yo llevo como media hora con el ojo abierto. Teniendo en cuenta que me acosté alrededor de la medianoche, es fácil deducir que me espera un día de arrastrarme medio muerta de sueño.
Ayer por la tarde, Bobby y la santa de su hermana Geetha se pasaron cinco horas haciendo tatuajes de henna al personal. Lo comento porque en principio establecieron "el cuartel" en mi habitación, pero a mitad del primer tatuaje dijeron que aquello era un horno, que si no podían pasarse a otra más fresca. Y ellas son de aquí. Compadecedme al menos, digo yo...

Amanece el segundo miércoles de nuestra estancia en TamilNadu, levanto la vista y veo la silueta de una salamanquesa recortada contra la claridad amarillenta que ya se filtra por las ventanas de cristal translúcido. Los días, como todos los años, corren que se las pelan y hoy empezamos nuestro penúltimo en Tiruchy. Las salamanquesas me han encantado desde siempre, bueno, desde que vivía en Ibiza, que fue cuando descubrí su existencia, que yo recuerde. Me gustan porque pueden andar por las paredes y el techo, porque me parecen graciosas y bonitas y, sobre todo aquí, porque se comen a los mosquitos. Es agradable que alguien se coma a los bichos que están intentando comerme viva a mí, pese a que vivo rociada de repelente. Este año están imparables. Como las mujeres de Mahalakshmipuram, si se me permite la odiosa comparación (hay que ver cómo enlazo temas, que diría Ángel Martín). Mahalaksmipuram es uno de los suburbios del antiguo proyecto de desarrollo urbano, que ya se cerró hace un par de años, además de uno de los primeros que visité en 2004, cuando vine a Tiruchy por primera vez. Cuando se cierra un proyecto se pasa por una fase de transferencia en la que se establecen mecanismos y pequeñas instituciones comunitarias que permiten a las personas beneficiarias del proyecto seguir gestionando todas las iniciativas puestas en marcha en los años anteriores, pero de manera cada vez más autónoma, hasta que ya no necesitan la ayuda de PDI para nada. En cada suburbio se establece un Consejo, una especie de junta vecinal, que se encarga de la gestión de las clases de apoyo y alfabetización, el voluntariado sanitario y de género, los programas de generación de ingresos, etc. y cada Consejo de Suburbio cuenta con dos representantes en el Consejo Comunitario, que coordina el trabajo de todos los suburbios que una vez pertenecieron al proyecto. El viernes el grupo visitó al Consejo de Mahalakshmipuram y a medida que avanzaba la reunión los ojos se iban abriendo cada vez más y se iba extendiendo el ya famoso "efecto Candy Candy". Estas mujeres son extraordinariamente fuertes y decididas: nos cuentan que antes del proyecto no se tenían en ninguna estima, "sabíamos que había bancos, pero ni se nos habría ocurrido entrar en uno". Ahora no solo van al banco para obtener crédito para sus grupos de ahorro que les permita ampliar sus negocios o poner en marcha iniciativas comunitarias, sino que se pasaron un año entero yendo cada día al ayuntamiento hasta que consiguieron que les cediesen un terreno para construir un alpendre para sus reuniones y actividades, han conseguido sanear la alcantarilla que cruza el suburbio de parte a parte e irla cerrando poco a poco (aquí el alcantarillado suele ser abierto), entre otras muchas cosas. La charla se prolonga y llegan las cinco de la tarde, hora de salir de la escuela y varias niñas se acercan a donde estamos sentadas, porque allí es donde esta la bomba de agua. Niñas de unos 10 años llegan con grandes cántaros vacíos que, venga manivela arriba y abajo, llenan hasta los bordes y cargan, uno sobre la cabeza y otro a la cadera, ayudándose entre sí. Cántaros que entre los dos no pesarán mucho menos que ellas. Y allá van, caminando hacia casa por el borde de la alcantarilla en perfecto equilibrio. Se dan prisa porque quieren cambiarse, ponerse algo más bonito, "colarse" en la reunión para ver qué se cuece con tanta extranjera por allí y, con un poco de suerte, que les saquen una foto que verán un instante en la pantallita de la cámara y guardarán en la retina porque no tiene memoria USB ni ordenador.

Y las extranjeras las miran con los ojos atónitos, emocionados y un poco avergonzados porque, sin quererlo, esas niñas que no hacen más que lo mismo que hacen todos los días, les ponen delante de las narices una verdad muy incómoda: que sobre sus cabezas y sus caderas llevan a cuestas la opulencia de occidente, porque para que nosotros vivamos como vivimos, ellas y millones de niñas, niños, mujeres y hombres tienen que vivir como viven. Y eso jode, porque cuando le pones cara a la pobreza cuesta mucho más apartarla de tu cabeza cuando entras en el centro comercial, pones el aire acondicionado o te subes al coche.

Y llegan más niñas. Estas dos tienen quince años y vienen aún con el uniforme del colegio. No se cuelan en la reunión porque tienen todo el derecho a asistir: son integrantes del Consejo, en representación de tod@s sus compañer@s de las clases de apoyo. Nos cuentan que se encargan de controlar que todo vaya bien en las clases, de que haya suficiente material, de que no falte nadie... Y añaden que les encanta formar parte del Consejo y que agradecen la responsabilidad. Y no tenemos nada más que añadir, que decían en aquel anuncio.

Las visitas de estos días están siendo duras para el grupo. En el suburbio de Jail Pettai, uno de los más pobres del proyecto e impresionante por su total falta de infraestructuras (ni alumbrado, ni alcantarillado, ni nada en general, porque es un asentamiento ilegal... que lleva 50 años donde está) y porque absolutamente todas sus casas están hechas con palma trenzada, el grupo se enfrenta con la cara más dura y descarnada de la pobreza extrema.
En la escuela de transición para niñ@s trabajadores, Helena tiene que salirse casi al principio de la reunión porque se le llenan los ojos de lágrimas al escuchar las historias de explotación como la de Jodhimina, que a los 9 años (ahora tiene 12) ya limpiaba en casas de ricos por 500 rupias al mes (unos 8 euros) y que de mayor quiere ser médica para luchar contra la elefantiasis porque está harta de ver sufrir a la gente por su culpa; o como la de Subramani, que con 15 años aparenta 12, pero lleva mucho tiempo cargando con el trabajo y la responsabilidad de un adulto porque cuando tenía 12 de verda, y con unos padres alcoholizados que se bebían todo lo que ganaban, no le quedó más remedio que dejar el colegio para ponerse a trabajar en la construcción y poder cuidar de sus hermanitos de tres y siete años.

Esta escuela está financiada por el gobierno y gestionada por PDI y ofrece una oportunidad a niños como estos de reintegrarse en la enseñanza formal: sus familias reciben una ayuda económica y ellos tienen un año para ponerse al día con el nivel académico que les corresponde por edad, a final de curso se integran en el curso anterior durante mes y medio para ver qué tal se adaptan y si la cosa no funciona, vuelven otro año a la escuela de transición para intentarlo de nuevo al curso siguiente.
La tensión emocional se alivia un poco al final del encuentro, cuando los niños nos recitan poesías y nos cantan canciones y, al final, salen a la calle para sacarse una foto con nosotros y regalarnos sus sonrisas, sus apretones de mano y su curiosidad. Pero en cuanto nos subimos a la furgo para volver a la oficina de PDI a comer, más de uno y de dos pares de ojos se llenan de las lágrimas contenidas hasta entonces por respeto a estos pequeños gigantes.

martes, 10 de agosto de 2010

( )

Sentada bajo el ventilador del piso de arriba de la oficina de Tiruchy me siento a mis anchas, es casi como volver a casa. La diferencia es que, ahora mismo, estoy rodeada por 10 personas, tumbadas en esterillas en el suelo y con las que nunca habían compartido este espacio. La otra novedad es una nevera patrocinada por USAID que contiene en este momento medicamentos retrovirales, nuestras botellas de agua y un poco de helado de mantecado que ha sobrado del postre: una de las muchas sorpresas y atenciones que tienen con nosotros.

Han pasado muchos días desde la última crónica y no pocas cosas. El miércoles pasado visitamos el templo de Nataraja en Chidambaram, en el que yo no había estado nunca y que tampoco me emocionó, pero es que visto el templo de Thanjavur, cualquier cosa es poca cosa. Y creo que eso se hizo evidente al día siguiente, de camino a Tiruchy, cuando 11 bocas soltaron un "¡Ooohh!" al unísono en el momento en que las pirámides color chocolate del templo de Thanjavur aparecieron, majestuosas, asomando sus engalanadas cabezas entre los árboles de la ribera del Cauvery. Estoy casi segura de que la impresión del templo a la luz del atardecer y la experiencia de montar en elefante por primera vez en su vida (por el módico precio de 50 rupias, menos de un euro) les borró a todas de la mente y del corazón la horrible visita a Velankanni, lugar que yo describo como un cruce indio entre Lourdes y Marina d'Or: una gigantesca iglesia situada junto al mar, de un blanco nuclear contra el que reverbera el sol, cegándonos y achicharrándonos en un entorno lleno de cientos (¿miles?) de personas que nos miran, nos sacan fotos, nos ofrecen cosas para comprar, nos piden dinero, etc. Todas querían ir (pese a mis sabios consejos en contra) y todas se arrepintieron.
Tiruchy nos recibió, como siempre, caluroso y caótico, pero yo lo quiero igual, porque es la ciudad que me acogió por primera vez en este país. Como este año el grupo es enorme (12 conmigo) no nos hemos podido quedar en la oficina, como se hace habitualmente y estamos alojados en un centro de formación gestionado por la iglesia católica. Pese a tener baño propio, las habitaciones, para tres personas, son sencillas, casi espartanas, cosa de esperar en este país. Lo malo no es eso, lo malo es, por ejemplo, que aunque cuentan con dos enchufes, sólo funciona uno de ellos, por lo que si cargamos las baterías de las cámaras, los móviles o el portátil, tenemos que defendernos de los (abundantes) mosquitos a manotazos, porque hay que desenchufar el Kill Paff. También está lo de la cucaracha gigante que mató María José el primer día o el ejército de hormigas que, no en hilera, sino en forma de mancha gigante y negra, invade la habitación de Laura, Fina y Vane pese a sus denodados esfuerzos por taponarles las posibles entradas con kleenex empapados en repelente para mosquitos. También está el calor brutal que hace por las noches, lo que, añadido al hecho de que los colchones están forrados de plástico y duros como piedras hace que descansar mínimamente sea misión imposible, sobre todo porque hacia las 4 de la mañana suena una atronadora musiquilla misteriosa, atronando todo el recinto. Eso por no mencionar el baño. Del baño no digo nada, porque una imagen vale más que mil palabras. Por suerte Bobby nos ha comprado limpiabaños y una escobilla y le hemos dado un buen meneo esterilizador. Sigue teniendo casi el mismo aspecto, porque esas manchas están fosilizadas, pero al menos sabemos que está limpio.
El sábado por la mañana salimos hacia Salem, donde PDI e Implicadas desarrollan un proyecto para la erradicación del infanticidio femenino que, como sabréis ya de sobras, es una práctica habitual en numerosas zonas de la India (si queréis refrescaros la memoria, podéis leer la entrada del año pasado sobre el mismo tema). En Salem, concretamente, cada año mueren 200 niñas nada más nacer sólo por el terrible crimen de tener ovarios. Sobran las disculpas y las explicaciones, como siempre, pero la realidad no es más que esa: que son material defectuoso. Creo que la historia que nos relató una de las beneficiarias lo ilustra a la perfección: ella y su marido tenían un hijo y dos niñas más, pero como el niño no tenía muy buena salud, decidieron ir a por otro, a ver si salía varón, no fuera a ser que el único que tenían se muriese y se quedasen sin ninguno. Pero resultó que nació niña y, tras el laborioso trabajo de las trabajadoras del proyecto, accedieron a darla en adopción en lugar de matarla. ¿Por qué no se la quedaron? Porque son pobres y no pueden alimentar otra boca. ¿Si hubiera nacido niño lo habrían dado en adopción? La respuesta llega acompañada de cierta cara de incomprensión, pero clara y sencilla: no. Blanco y en botella....
Pero no todo son historias tristes en el proyecto de Salem. Por ejemplo, está la historia de Saritha, que es trabajadora de base del proyecto y cuya función es realizar el seguimiento de dos bloques (los distritos se dividen en bloques), identificar a las mujeres embarazadas, hablar con ellas y con sus familias para ver si su embarazo es de riesgo y en caso de que lo sea, derivarlas a las trabajadoras sociales y sanitarias para que se realice un seguimiento pre y post natal (hasta 18 meses después del parto). Saritha, cuarta de cinco hermanas, adora su trabajo porque para ella no es solo un empleo: cuando nació, su abuela convenció a su madre para que la matase, le introdujeron un puñado de semillas en la boca y la dejaron sola en casa para que se asfixiase. Por suerte, pasó un vecino, que la salvó y cuando su padre se enteró dijo que esa niña no iba a morir, que la iban a criar. Y por eso, cuando se le presentó la oportunidad de trabajar en el proyecto no se lo pensó dos veces y ahora se siente feliz de poder salvar vidas, igual que salvaron la suya en su momento. Nos cuenta, además, que un día se atrevió a afrontar el tema con su madre, que le dijo que ella la había intentado matar y que ahora, en su trabajo, estaba salvando a niñas como ella. La madre le pidió perdón y le dijo que se sentía orgullosa de su Saritha.
La noche del sábado la pasamos en Yercaud, la estación de montaña que hay a una hora escasa de Salem, a 1.515 metros de altitud, con pijama, mantita y sin ventilador. El año pasado ya os hablé de Yercaud, con su exuberante verdor, sus monos, sus impresionantes vistas, sus cafetales y su lago artificial que montaron los ingleses. Las niñas disfrutaron como enanas y yo también, porque lo que peor llevo de este país (casi lo único que llevo mal, en realidad) es el calor. El domingo también lo pasamos allí, visitando el jardín botánico (que estaba precioso), dando de comer a los monos (voluntaria e involuntariamente, porque son unos ladrones y a la pobre Paula le robaron su botella de Sueroral), paseando, dando una vuelta en las ya famosas (y horribles) pedaletas en forma de cisne... El camino de vuelta se hizo interminable porque, por algún extraño motivo que no he alcanzado a dilucidar, ni nadie se ha molestado en explicarme, hicimos 200 millones de paradas, pero al menos tuvo un final apoteósico que incluyó unos sexy bailoteos por parte de Abu, el hermano de Bobby (que nos acompañó en el viaje, para delicia de más de una, que ya le ha echado el ojo) y exhibición de musculitos por parte de Sahayaraj, que se quitó la camisa y todo. He de decir que hubo momentos en los que temí por la integridad física de más de uno, sobre todo porque siempre viajamos con la puerta del minubús abierta...

viernes, 6 de agosto de 2010

Mucha policía, poca diversión.

Abro un ojo y veo que son las 4.14 de la mañana y, de paso, que por la puerta de atrás (que da a un huertecillo tapiado) entra la luz de una linterna que escudriña el interior de la casa. Me levanto de un salto y corro a ver quién hay. Durante un breve instante cruza mi mente la idea de que, después de todo, hay peores despertares que al ritmo de un villancico casposo. De pie, junto al murete del huerto hay tres policías que me enfocan con la linterna y me hablan en tamil. Les digo que no hablo tamil y, en inglés macarrónico, se desarrolla la siguiente conversación:

―La puerta está abierta.
―Sí,
―¿Dónde están los dueños de la casa?
―Con unos parientes.
―¿Hay algún hombre en la casa?
―¿Por qué? (Léase con cierto tono de cabreo)
―¿Su marido?
―No tengo (paso de dar explicaciones, a efectos prácticos, no tengo).

Mi respuesta los desconcierta de tal manera que sólo me dicen "Cierre la puerta". Cierro la puerta y me acuesto, pero con la cabeza llena de pensamientos paranoicos y preocupaciones que no me dejan conciliar el sueño en una hora o dos. Una lástima, porque a las 7.30 o las 8 la policía había vuelto y teníamos montado a la puerta de la casa un circo de vecinos de moito nabo. Me visto y salgo a poner paz, aunque acabo quedándome rabiando por dentro: un imbécil de vecino, el típico macito indio (no muy diferente del típico machito ibérico) se me pone a gritar que de dónde somos, que quién nos ha dado esta casa, que si no podemos dejar la puerta abierta por la noche, que a ver cuándo nos vamos. Y yo, que en circunstancias normales le hubiese dado una explicación detallada de por dónde se podía meter su interrogatorio, tengo que tragar quina y responder a sus impertinencias por respeto a los tíos de Sahayaraj. ¡¡¡@#$%&!!! La policía, que se había mantenido en un discreto segundo plano, se marcha sin decir ni pío y la cosa no va a más, aunque Bobby, al enterarse, promete cantarle las cuarenta al vecino gritón. Desafortunadamente, no sé su nombre ni recuerdo suficientemente bien su cara, así que nos quedamos con las ganas.

Por lo demás, las cosas siguen evolucionando muy bien. Cada año es diferente, pero al mismo tiempo igual: las reacciones, las reflexiones, la evolución del grupo respecto al proyecto me recuerdan tremendamente a las del año pasado, aunque por supuesto, las personas que lo integran son completamente distintas.

El martes tuvimos un día movidito:

-Por la mañana fuimos a visitar un taller itinerante de costura, que pasa 6 meses en cada aldea para que las mujeres puedan aprender el oficio y luego, gracias a un microcrédito del programa de generación de ingresos o de su grupo de ahorro, si pertenecen a uno, montar un pequeño taller de sastrería. El grupo se queda asombrado de lo mucho que trabajan estas mujeres y de lo fuertes que son. Todavía no han visto nada.

-Las visitas de la tarde empiezan con una representación de cuatro grupos de ahorro, incluida una mujer de 70 años, secretaria de su grupo. ¡70 años, que en la India equivalen, probablemente, a más de 80 en nuestro país! Y ahí está, la mujer, dando el callo y luchando por mejorar su situación y la de su familia. Terminamos la visita y caminamos con un palmeral a la derecha y una salina a la izquierda hacia la casa de una mujer que fabrica objetos de artesanía con hojas de palma, donde el grupo compra algunos regalitos para llevarse de recuerdo. Llega el momento de volver a la aldea para conocer a las niñas y niños de un grupo de clases de apoyo... pero de repente se cae el cielo en agua y, aunque Ambal había mandado venir la furgoneta a recogernos y ahorrarnos un paseo de unos 700 metros porque se temía lo peor, en el poco trecho que tenemos que recorrer para llegar hasta ella nos empapamos hasta las bragas (literalmente) y la pobre Paula, que llevaba un blusón blanco de algodón fino, se da cuenta de que, de repente, está lo mismo que si estuviese desnuda. Menos mal que mi dupata (el chal del churidar) le sirve para participar en la reunión con un poco de decencia. Los niños, como siempre, nos roban el corazón. Sobre todo Benjamin, una filusmía de niño que Sahayaraj levanta en peso para que Bobby lo "entreviste". Responde correctamente y con mucha decisión cuando se le pregunta por su nombre, cuando le preguntamos en qué curso está responde un poco dubitativo que en tercero (está en preescolar) y cuando le preguntamos si le gusta venir a las clases de apoyo se limita a levantar un dedo hacia el cielo, cual si esperase la caída de un Donuts y ya no lo sacamos de ahí.

El martes concluye con una excursión de compras (no muy satisfactorias) y, al llegar a casa, unas cervecitas que, secretamente, le había encargado a Ambal y a Saha para aprovechar que, por primera vez en la historia del Vanakkam, tenemos una nevera... que en Tiruchy ya no vamos a tener.

martes, 3 de agosto de 2010

We Wish You a Merry Christmas

Cada hora, el reloj de pared de la sala de estar de la tía de Sahayaraj emite una horrible versión de un villancico distinto. Lo sé porque son las seis de la mañana y me acaba de despertar el estribillo de Santa Claus Is Coming to Town. Sahayaraj, para los despistados, es el coordinador del proyecto de Karaikal. A su tía no la conozco ni la he visto en mi vida, pero como Ambal y Sahayaraj estaban teniendo problemas para encontrar una casa donde alojar a un grupo de 12 durante solo 4 noches, su tía nos cedió su casa. Y cuando digo que nos la cedió me refiero a que ella, su marido y sus hijas se han marchado a casa de unos parientes y que no nos cobran nada por estar aquí. Me pregunto cuántas personas de las que conozco se marcharían de su casa para que se la ocupasen 12 perfectos desconocidos de otro país. La respuesta es nadie.

Campamento en el salon de la tia de Saha.

Como siempre me pasa, llevo sólo dos días aquí (uno de ellos viajando) y ya me parece que hace por lo menos 4 ó 5. Os ahorro la odisea de aeropuertos, controles de seguridad surrealistas (como en la terminal de vuelos nacionales del aeropuerto de Mumbay, donde a un policía se le antojó que Laura llevaba un mechero en la bolsa de mano y, como no aparecía, a poco no se nos llevan a todas detenidas), horas y horas de furgoneta y otras hierbas, sólo os diré que salimos de Santiago a las 11.30 de la mañana del sábado y llegamos a Karaikal a las 6.30 de la mañana del lunes, hora española, después de haber aterrizado en Chennai a las 9 de la noche (las 17.30 en la India).

La mañana transcurrió tranquila, amanecimos tarde, desayunamos, preparamos las preguntas para la entrevista de la tarde y antes de darnos cuenta ya había llegado Sahayaraj con la comida... y con Bobby, que ha venido desde Tiruchy para estar con nosotras y hacernos de intérprete. Bobby, la india menos india que conozco, al menos en lo que se refiere a las expresiones físicas de afecto, porque me abraza, me achucha y me planta un beso como corresponde a dos amigas que llevan un año sin verse. Bobby, que en menos de 24 horas ya las ha enamorado a todas.


Después de comer vamos a la oficina, donde nos espera el personal del proyecto para hablarnos de su trabajo y responder a las preguntas del grupo y me sorprende descubrir que en Tsunami Nagar hay un dinamizador en lugar de una dinamizadora, un chico que está estudiando biología y se encarga de las clases de apoyo porque le gusta mucho la docencia. Es una situación excepcional, porque siempre que es posible preferimos emplear mujeres como dinamizadoras, para reducir el desempleo femenino y, fundamentalmente, porque a las beneficiarias les resulta muy difícil tratar determinados temas con un hombre (en especial los problemas de violencia machista).


Tsunami Nagar es precisamente la segunda visita planificada para el día: un asentamiento situado en medio de la nada donde se realojó a una comunidad cuya aldea, al borde del mar, quedó totalmente destruida por el tsunami. Los terrenos los cedió el gobierno y las casas las construyó la Fundación Vicente Ferrer. Algunos lo recordaréis porque todos los años hablo de él en el blog. Nos reunimos con un grupo de mujeres que nos hablan de sus experiencias después del tsunami. Nos cuentan cómo al principio había un montón de ONG trabajando en la zona, repartiendo cosas a troche y moche, pero que ahora solo PDI (nuestra contraparte) sigue al pie el cañón. Están muy contentas con los grupos de ahorro que les han permitido mejorar enormemente su calidad de vida y crecer como personas, ganando en seguridad e independencia. Sus hijas e hijos han mejorado en la escuela gracias a las clases de apoyo y nos dicen que tienen esperanzas para el futuro, aunque se les haya quedado en el corazón el miedo permanente a que el mar les vuelva a arrebatar todo lo que tienen. Les preguntamos si les gusta su nuevo asentamiento y entonces surgen las quejas: el centro social que se construyó para la comunidad lleva cerrado con candado desde el principio y allí no se ha proporcionado ningún servicio y en cuanto a las viviendas, no solo es que estén emplazadas en una zona que se inunda con las lluvias, sino que además tienen goteras, problemas graves de desagües, grietas en las paredes, las cornisas se están empezando a caer (y no tienen ni cuatro años) y el otro día una casi aplasta a un niño. Cuando la gente me pregunta si el dinero que se da a las ONG llega a su destino, siempre respondo que en más del 90% de los casos es así, porque somos un sector sujeto a controles muy estrictos (como debe ser), pero que es tan importante saber qué se hace con el dinero y esto es un ejemplo perfecto. Si yo diese dinero a la Fundación Vicente Ferrer, me sentiría estafada al enterarme del uso que se le da. Pero claro, es que estas cosas no son las que salen en la tele.

PD: ¡Tati, temos a Manu de conductor outra vez! Ambal, Sagayaraj e Bobby preguntaron por todas vós, vanakkam team 09. Shiva non está.