Las cinco y media de la mañana y yo llevo como media hora con el ojo abierto. Teniendo en cuenta que me acosté alrededor de la medianoche, es fácil deducir que me espera un día de arrastrarme medio muerta de sueño.
Ayer por la tarde, Bobby y la santa de su hermana Geetha se pasaron cinco horas haciendo tatuajes de henna al personal. Lo comento porque en principio establecieron "el cuartel" en mi habitación, pero a mitad del primer tatuaje dijeron que aquello era un horno, que si no podían pasarse a otra más fresca. Y ellas son de aquí. Compadecedme al menos, digo yo...
Amanece el segundo miércoles de nuestra estancia en TamilNadu, levanto la vista y veo la silueta de una salamanquesa recortada contra la claridad amarillenta que ya se filtra por las ventanas de cristal translúcido. Los días, como todos los años, corren que se las pelan y hoy empezamos nuestro penúltimo en Tiruchy. Las salamanquesas me han encantado desde siempre, bueno, desde que vivía en Ibiza, que fue cuando descubrí su existencia, que yo recuerde. Me gustan porque pueden andar por las paredes y el techo, porque me parecen graciosas y bonitas y, sobre todo aquí, porque se comen a los mosquitos. Es agradable que alguien se coma a los bichos que están intentando comerme viva a mí, pese a que vivo rociada de repelente. Este año están imparables. Como las mujeres de Mahalakshmipuram, si se me permite la odiosa comparación (hay que ver cómo enlazo temas, que diría Ángel Martín). Mahalaksmipuram es uno de los suburbios del antiguo proyecto de desarrollo urbano, que ya se cerró hace un par de años, además de uno de los primeros que visité en 2004, cuando vine a Tiruchy por primera vez. Cuando se cierra un proyecto se pasa por una fase de transferencia en la que se establecen mecanismos y pequeñas instituciones comunitarias que permiten a las personas beneficiarias del proyecto seguir gestionando todas las iniciativas puestas en marcha en los años anteriores, pero de manera cada vez más autónoma, hasta que ya no necesitan la ayuda de PDI para nada. En cada suburbio se establece un Consejo, una especie de junta vecinal, que se encarga de la gestión de las clases de apoyo y alfabetización, el voluntariado sanitario y de género, los programas de generación de ingresos, etc. y cada Consejo de Suburbio cuenta con dos representantes en el Consejo Comunitario, que coordina el trabajo de todos los suburbios que una vez pertenecieron al proyecto. El viernes el grupo visitó al Consejo de Mahalakshmipuram y a medida que avanzaba la reunión los ojos se iban abriendo cada vez más y se iba extendiendo el ya famoso "efecto Candy Candy". Estas mujeres son extraordinariamente fuertes y decididas: nos cuentan que antes del proyecto no se tenían en ninguna estima, "sabíamos que había bancos, pero ni se nos habría ocurrido entrar en uno". Ahora no solo van al banco para obtener crédito para sus grupos de ahorro que les permita ampliar sus negocios o poner en marcha iniciativas comunitarias, sino que se pasaron un año entero yendo cada día al ayuntamiento hasta que consiguieron que les cediesen un terreno para construir un alpendre para sus reuniones y actividades, han conseguido sanear la alcantarilla que cruza el suburbio de parte a parte e irla cerrando poco a poco (aquí el alcantarillado suele ser abierto), entre otras muchas cosas. La charla se prolonga y llegan las cinco de la tarde, hora de salir de la escuela y varias niñas se acercan a donde estamos sentadas, porque allí es donde esta la bomba de agua. Niñas de unos 10 años llegan con grandes cántaros vacíos que, venga manivela arriba y abajo, llenan hasta los bordes y cargan, uno sobre la cabeza y otro a la cadera, ayudándose entre sí. Cántaros que entre los dos no pesarán mucho menos que ellas. Y allá van, caminando hacia casa por el borde de la alcantarilla en perfecto equilibrio. Se dan prisa porque quieren cambiarse, ponerse algo más bonito, "colarse" en la reunión para ver qué se cuece con tanta extranjera por allí y, con un poco de suerte, que les saquen una foto que verán un instante en la pantallita de la cámara y guardarán en la retina porque no tiene memoria USB ni ordenador.
Y las extranjeras las miran con los ojos atónitos, emocionados y un poco avergonzados porque, sin quererlo, esas niñas que no hacen más que lo mismo que hacen todos los días, les ponen delante de las narices una verdad muy incómoda: que sobre sus cabezas y sus caderas llevan a cuestas la opulencia de occidente, porque para que nosotros vivamos como vivimos, ellas y millones de niñas, niños, mujeres y hombres tienen que vivir como viven. Y eso jode, porque cuando le pones cara a la pobreza cuesta mucho más apartarla de tu cabeza cuando entras en el centro comercial, pones el aire acondicionado o te subes al coche.
Y llegan más niñas. Estas dos tienen quince años y vienen aún con el uniforme del colegio. No se cuelan en la reunión porque tienen todo el derecho a asistir: son integrantes del Consejo, en representación de tod@s sus compañer@s de las clases de apoyo. Nos cuentan que se encargan de controlar que todo vaya bien en las clases, de que haya suficiente material, de que no falte nadie... Y añaden que les encanta formar parte del Consejo y que agradecen la responsabilidad. Y no tenemos nada más que añadir, que decían en aquel anuncio.
Las visitas de estos días están siendo duras para el grupo. En el suburbio de Jail Pettai, uno de los más pobres del proyecto e impresionante por su total falta de infraestructuras (ni alumbrado, ni alcantarillado, ni nada en general, porque es un asentamiento ilegal... que lleva 50 años donde está) y porque absolutamente todas sus casas están hechas con palma trenzada, el grupo se enfrenta con la cara más dura y descarnada de la pobreza extrema.
En la escuela de transición para niñ@s trabajadores, Helena tiene que salirse casi al principio de la reunión porque se le llenan los ojos de lágrimas al escuchar las historias de explotación como la de Jodhimina, que a los 9 años (ahora tiene 12) ya limpiaba en casas de ricos por 500 rupias al mes (unos 8 euros) y que de mayor quiere ser médica para luchar contra la elefantiasis porque está harta de ver sufrir a la gente por su culpa; o como la de Subramani, que con 15 años aparenta 12, pero lleva mucho tiempo cargando con el trabajo y la responsabilidad de un adulto porque cuando tenía 12 de verda, y con unos padres alcoholizados que se bebían todo lo que ganaban, no le quedó más remedio que dejar el colegio para ponerse a trabajar en la construcción y poder cuidar de sus hermanitos de tres y siete años.
Esta escuela está financiada por el gobierno y gestionada por PDI y ofrece una oportunidad a niños como estos de reintegrarse en la enseñanza formal: sus familias reciben una ayuda económica y ellos tienen un año para ponerse al día con el nivel académico que les corresponde por edad, a final de curso se integran en el curso anterior durante mes y medio para ver qué tal se adaptan y si la cosa no funciona, vuelven otro año a la escuela de transición para intentarlo de nuevo al curso siguiente.
La tensión emocional se alivia un poco al final del encuentro, cuando los niños nos recitan poesías y nos cantan canciones y, al final, salen a la calle para sacarse una foto con nosotros y regalarnos sus sonrisas, sus apretones de mano y su curiosidad. Pero en cuanto nos subimos a la furgo para volver a la oficina de PDI a comer, más de uno y de dos pares de ojos se llenan de las lágrimas contenidas hasta entonces por respeto a estos pequeños gigantes.